Hoy me han contado una historia singular. Se trataba de dos personas que se habían conocido por internet y que sin querer-queriendo, a fuerza de irse haciendo confidencias, de si lo mal que le va a mi matrimonio, de si a mi pareja actual no la soporto, denominador común de ambos, se habían enamorado perdidamente el uno del otro.
A tal extremo llegó la cosa, que, decididos a hacer realidad su apasionamiento, acordaron una cita. Los nervios eran mayúsculos. Dos personas que no se conocían físicamente, pero que en lo sentimental convergían de tal manera... ¡Aquello tenía que materializarse! Cualquier defecto habría de perdonarse, de minimizarse, tornar en aceptable los otrora obstáculos insalvables, pues no podía ser impedimento a que una relación con tamaña empatía cuajase. Pero, cual no sería su sorpresa al llegar al lugar fijado, y encontrarse con que, los amantes furtivos, no eran sino ellos mismitos. Esa denostada pareja/as de las que decían sentirse tan defraudados.
Verdad o no, la historia incide ciertamente en un factor ante el que la magia de internet sigue siendo impotente. La química del momento, los aromas, las feromonas que alegremente pululan por el aire, el fulgor de una mirada furtiva, esa otra melodía que calladamente brota de nuestro cuerpo, sin que podamos evitarlo, y que casi siempre nos deja en mal lugar en el momento que más lo necesitamos. Todo eso nos lo hurta este querido internet nuestro, y al que todo hay que decirlo, le exigimos más de lo que él, en su sabiduría infinita, es capaz de proporcionarnos.
Como es lógico todo se ve más fácil desde la comodidad de un asiento bien mullido y con la estufa al lado. ¿Qué el brillo del monitor nos molesta a los ojos? No hay problema, se le baja un par de puntos con el ratón y asunto resuelto.
Seamos serios, las cosas del corazón, donde mejor están es fuera de la pantalla.
Y si no que se lo digan a nuestro confiado amigo del dibujo, al que cupido empujó a cruzar el charco.
Por desgracia con la mutua predisposición no es suficiente, y no vale la pena recorrerse medio mundo para encontrarte con alguien presto, en el menos malo de los supuestos, a desembarazarse de ti (o viceversa).
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