sábado, 30 de julio de 2011

La publi y sus tejemanejes

Últimamente se oye decir por ahí que la gente está regresando de internet a la televisión, y a fe que debe ser cierto.
Debe ser cierto al menos a juzgar por el número de visitas que registra este, mi humilde blog, que no es que nunca fuera gran cosa, pero que, con las estadísticas en la mano, cabe decir que ha sufrido un descenso acusado de un tiempo a esta parte. Y no hablo de semanas, sino más exactamente de meses o incluso años.
Hay desde luego una tendencia, y yo mismo, que cada vez publico menos, y me intereso menos por lo que publican otros colegas blogueros, salvo un selecto puñado que considero oligoelementos indispensables en mi dieta, no hago sino corroborarlo con la práctica.
No en vano recuerdo pocas veces en que consagrara entera la tarde de un domingo a ver íntegramente la programación emitida por ese trasto previsible, simplón, y zalamero, que es la tele.
No os voy a engañar, yo soy una persona tremendamente propensa al aburrimiento. De hecho, mi ritmo de vida es generalmente laxo y más bien marcadamente rutinario, por lo que, suelo estar, día sí, día también, abonado al tedio.
Incluso ahora, que ya estamos en verano, y las actividades al aire libre me deberían servir para sacudirme ese lastre, no deja de ser habitual el que me siente en un sillón a contemplarme las palmas de las manos, y más concretamente las yemas de los dedos, lo que no deja de ser un eufemismo para referirme al noble vicio de hurgarme las narices.
Y no es que me vaya a morir de eso - ya sería grave la cosa - aparte de que seguramente es algo que “desestresa” un montón… Pero que vamos, que no es plan.
En cualquier caso, cuando uno está que se le caen las cuatro paredes encima, montárselo con el más barato de los alucinógenos, la caja tonta, es de una cobardía y una cutrez imperdonables. Por más que sea triste admitirlo.
Eso sí, lo que no voy a negar es que sirve para estar en contacto, aunque sea un poco de aquella manera, con esa otra parte, que también existe, de nuestra sociedad, a la que las cuitas de los blogueros, y en general los librepensadores de la red, ni les van, ni les vienen, cuando no directamente les repatean.
Saber lo que pasa por la cabeza de esa gente es útil, pues constituyen un elevado porcentaje de la población de nuestras ciudades y pueblos. Pero además es que no resulta difícil de investigar, porque salvo contadas excepciones, lo que pasa por sus cabezas suele coincidir con la imagen de sí mismos que las pequeña pantalla les ofrece, y que como en los espejos, está vuelta del revés.
Yo mismo me he estado viendo, especularmente reflejado, en esos personajes prototípicos con los que tan machaconamente nos bombardean las cadenas de televisión gratuitas, sobre todo a través de los anuncios.
Sí, los anuncios de la tele son la mejor forma de psicoanalizarse a uno mismo. De ver lo maleables que son nuestros propios deseos y anhelos, y lo fácil que se nos puede llevar al huerto con tan sólo tocar las teclas adecuadas.
La fórmula, no en vano, mediante la cual consiguen que uno razone en clave de “debo tener eso” en lugar de “me gustaría tener eso” no deja de maravillarme por cuanto tiene de sencillo, amén de eficaz.
No me cuesta entender de hecho que si esos actores y actrices, que nos desvelan sus gustos y preferencias por tal o cual producto, son jóvenes y guapos, de carácter amigable y ligeramente achispado, tal que si vivieran en un permanente estado de euforia autocontrolada, nos veamos tentados a imitarlos, a ser como ellos en todo aquello que nos sea posible. Tanto da que ello implique un desembolso pecuniario, y que su efecto pueda ser o no, más bien decepcionante. Lo que importa es, que uno mismo, pueda reconocerse en el personaje. Y así comportarse como cada cual, en su fuero interno, considera que le corresponde. Lo demás, si se ajusta o no a la realidad… Eso ya es harina de otro costal.
Y digo esto porque creo haber llegado ya a mi límite de comprensión, y solicito ayuda internacional urgente, para ser capaz de asimilar lo último de lo que he sido testigo en materia de spots publicitarios.
Se trata en este caso de una crema rejuvenecedora, cuyo principio activo es - sí, yo tampoco salía de mi asombro - la baba de caracol.
Y no es por ofender a nadie, pero aquel o aquella que esté dispuesto, no ya a apoquinar una cierta cantidad de dinero para adquirir un artículo innecesario, o directamente inútil, tan sólo seducido por los cantos de sirenas de unas sonrisas y cuerpos inmaculados, sino a embadurnarse el careto con las babas de un caracol, esas mismas de las que se vale para arrastrase por el suelo, me parece a mí que tiene que estar muy, pero que muy, mal de la azotea.
Ha de estar muy desesperado, o si no, ser lo suficientemente necio como para que lo hayan conseguido embutir, sin darse cuenta, en la concha misma del cefalópodo.
Siempre naturalmente considerando el problema desde la suposición de que la mencionada crema no tuviera algún que otro efecto secundario, y que en abusando de ella, hasta te pudieran salir cuernos.
En fin, que no salgo de mi asombro.
Decididamente, ser un consumista hecho y derecho es lo que tiene. No se restringe ya únicamente a renunciar a todo espíritu crítico, sino que uno ha de buscar transformarse por completo, y por la fuerza de los hechos, en el perfecto baboso.