sábado, 9 de octubre de 2010

Apocalipsis Nao


Hola amigos blogueros (y no tan blogueros).
Esta muy probablemente sea la primera vez en que me he preocupado a conciencia de que uno de mis dibujos diera asco. ¿Curioso, no?
Intencionadamente he buscado provocaros una arcada, y no es que ello diga gran cosa en mi favor, pero lo consideré necesario antes de introduciros en el tema que en esta entrada me propongo tratar. No es, como veréis más adelante, nada personal.
De hecho, los que ya me conocéis desde hace algún tiempo, enseguida reconoceréis los sempiternos tintes ecologistas de mi peculiar discurso lúdico-festivo. ¿Qué aburrimiento, pensaréis - y con razón - los más asiduos?
¡Vuelta la burra al trigo!
Pero es que tengo que insistir. Lo siento mucho, pero no me queda más remedio que seguir haciendo hincapié, una y otra vez - ¡y cuantas hagan falta! - en la necesidad imperiosa de que nos concienciemos con el cuidado del medio ambiente que nos rodea.
Puede que a muchos esta cuestión no os ocupe mucha memoria, ni ram, ni rom, ni de elefante, ni de pez, ni de Africa, ni de una geisha… en vuestros cerebros, y que lo consideréis un incordio, porque al fin y al cabo el cuidado de la naturaleza se reduce a no ensuciarla más de lo estrictamente necesario, y como todos sabemos, ya desde bien pequeños, lo realmente divertido es ensuciar, y que luego limpie mamá.
Pero la madre naturaleza es ya una señora muy mayor, y muy castigada por los años, y no tiene edad para ir agachándose y recogiendo toda la porquería que dejamos tirada a nuestro paso.
Nos comportamos como hijos únicos en un mundo que compartimos con otras 1´75 millones de especies de seres vivos, muchas de las cuales podríamos hacer desaparecer incluso antes de llegar a conocerlas.
¿Y todo por qué?
Porque somos unos egoístas. Sí, unos egoístas. Pero además unos inconscientes. Lo único que en realidad nos preocupa es la satisfacción personal de nuestros instintos más primarios. Alcanzar el grado de embotamiento psicológico suficiente como para no pensar en nada demasiado complicado, y ahí, en ese nirvana prefabricado, dedicarnos a hibernar por el tiempo que nuestra conciencia, en su proceso de deslocalización, considere oportuno. Lo lógico, por otra parte, considerando que no somos otra cosa que los parientes reconcomidos y debiluchos de mandriles, macacos, chimpancés, etc… que un buen día descubrieron el fuego y la rueda y se creyeron los reyes del mambo. Eso sí, sin por ello apear ninguno de sus vicios, bajezas y demás monerías.

Pues sí, amigos, como os iba diciendo, esto lleva muy malas trazas.
La diversión acéfala es hoy en día el gran ideal del mundo libre. Y no es una mala propuesta. El problema es que no es sostenible. Ni ecológicamente hablando, ni de ninguna de las maneras. Lo que es divertido, por reiteración, siempre se acaba transformando en aburrido. Nada hay en ello de novedoso. Pero tiene un coste. Siempre tiene un coste. Y a medida que saciar nuestros apetitos, y dar rienda suelta a nuestros antojos más materialistas, se vuelve más difícil, y por ende más costoso, la factura que se le impone a nuestro planeta engorda.
Reconozcámoslo, la Tierra es un planeta que engulle demasiada comida basura.
Si le analizásemos sus fluidos internos, cual ciclista profesional que se sometiese a unas pruebas de dopaje, encontraríamos tal cantidad de sustancias prohibidas, que, como poco, habría que declarar desiertas todas las futuras ediciones del tour, la vuelta y el giro de Lombardía.
Y sí, sufridos señores (y señoras) lectores de Food and Drugs. No es al azar la analogía con los problemas de la gente obesa.
No lo es ya que a fin de cuentas estos, en último término, siempre acaban degenerando en patologías por falta de higiene. Ya sea por desgana, o por la pura y dura incapacidad de acceder a las partes remotas del propio cuerpo.
Zonas remotas que como no vemos, ni sabemos, ni nos preocupa lo que en ellas se cuece. Sea un sarpullido gigante, o manifestaciones aún más purulentas si cabe, de lo que nuestra indolencia y nuestra desidia hayan dejado que proliferase.
Ved si no, lo sucedido al oeste de Hungría, con el aluvión de la balsa de Alúmina y otros desechos químicos.
El exceso de porquerías es tal, que a nuestra madre Tierra se le abren las costuras, siendo en esta ocasión el resultado muertos, heridos y un rastro de desolación que tardará años, si no siglos, en ser borrado completamente.
Depósitos de muerte y miseria que seguirán aumentando, en tamaño, en número y en toxicidad, cada vez construyéndose más y más, con las dificultades que ello, para su mantenimiento y control, entrañará.
Pero no es el propósito de este blog asustar a nadie. El miedo tiene efectos paralizadores y eso no es lo que se busca. Eco-hipocondriacos hay ya demasiados (tal vez sea yo uno de ellos) y, la verdad sea dicha, no son (no somos) de gran ayuda. Me daría, eso sí, con un canto en los dientes, y por bien satisfecho, con que quienes esto leen - aunque ya me consta que en muchos de ellos eso es así - tuvieran una conciencia activa al respecto.
A fin de cuentas no se apela más que a la sensatez de la gente.
Crear un entorno seguro en el que nosotros, y las generaciones venideras, podamos vivir y disfrutar, pasa hoy en día por aceptar que hay que hacer algo con el tema de los residuos “bomba”, y toda esa contaminación “pirata” que nos acecha en la sombra.
No se trata de menos desarrollo, menos tecnología, menos progreso, sino todo lo contrario, de reenfocar nuestro modelo de crecimiento, optimizándolo aún más si cabe, de modo que incluya una función autolimpiable.
Nosotros debemos poder ser capaces de elegir nuestro futuro, pero para ello es necesario repensarse profundamente nuestras metas, e incluso nuestra misión en la vida.
Hoy por hoy estamos a merced de unos patrones de conducta, que vendrían a ser algo así como un toro mecánico del que ni quisiéramos, ni nos pudiéramos bajar, pero que cada vez gira más, y más rápido, y más bruscamente, y que llevará a corto plazo a que demos con nuestros huesos en el suelo.
No digo que ello sea censurable. ¿Es el modo de pasar el rato que todo el mundo ha elegido?... Perfecto.
Yo lo único que pido, lo único que demando desde esta mi silenciosa tribuna de orador blogopédico, es que alguien ponga colchonetas alrededor. Más que nada, para que nos podamos seguir echando unas risas con esto del meneíllo durante algún tiempo más (sin tener que lamentar nuevos desastres, más desgracias personales, cuantiosas pérdidas irreparables)… Y porque cae de cajón.
De hecho, el título de este post, Apocalipsis Nao, aunque algo sui géneris (como por otra parte casi todo lo que se despacha en este blog), alude directamente a esa manida metáfora de la Tierra como nave que viaja sin rumbo y a la deriva en medio de la inmensidad del universo, pero por otro lado, y de ahí la deliberada similitud fonética con la archiconocida película de Francis Ford Coppola, por reseñar esa obsesión nuestra de invadir a diestro y siniestro, países, territorios, espacios protegidos, sin tener en cuenta las consecuencias de nuestra abusiva ubicuidad. Esa manía de disparar primero y preguntar después.
Habrá a quien todo esto le parezca una broma de mal gusto. Pero, en verdad os digo ( y permitidme que adopte el típico tonillo de las películas de romanos, de cuando los cristianos iban a ser arrojados a los leones, y se ponían a sermonear a todo el que se les pusiera por delante), tal vez no nuestros descendientes, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos… Pero algún día habrá quien eche la vista atrás, y diga, ¿Pero qué basura de ancestros tuvimos? ¡Cuánto marrano! ¡Cuánto puerco!, ¡Cuánto perturbado!... ¡Clúster de meretrices y adoradores del advenimiento de la santa mierda!
¿Y para esto nos trajeron al mundo?
Ellos si que vivirán su existencia como una broma de mal gusto. Demencialmente varados entre la mugre y los detritus, y sin una mísera servilleta de papel con la que secarse las lágrimas.
Nos acusarán de alevosía, de nocturnidad y de mil cosas peores. Y con razón.
No comprenderán esa actitud nuestra de adolescentes artificialmente primaverales, en permanente estado de muerte cerebral, ansiosos por dejar tras de sí la huella indeleble de sus pantagruélicos botellones.
Sí, esa es la cruda realidad. Ese es el valor intrínseco de lo que hemos creado, y que un buen día bautizamos con los pomposos nombres de “civilización”, “cultura”, “revolución industrial”, sin hacernos cargo, ni por un solo momento, del gran número de alfombras que nos harían falta para barrer debajo los subproductos de tanta genialidad.

Iros haciendo a la idea. Los nietos de nuestros nietos, desde la noche de los tiempos, nos odiarán. Que no os engañe reflujo alguno de autoindulgencia. No nos verán con buenos ojos, y no sólo por el hecho de que padecerán conjuntivitis galopantes y crónicas, amén de otras muchas enfermedades cutáneas incurables, ni porque su cielo estará permanentemente encapotado por negros, sucios y pestilentes nubarrones, que será de entre lo malo, lo menos malo, sino porque, por la fuerza del roce y la costumbre, en sus corazones las cucarachas habrán ocupado nuestro lugar, y nosotros el de ellas.
Ese será el futuro. Ese será nuestro legado a la posteridad. Esa será la oscura y putrefacta herencia que dejaremos a los que nos hayan de juzgar, y que lo harán, nos os quepa la menor duda, con todo el peso de la ley.
Un futuro que no será ni la sombra de lo que, en nuestra inocencia de cordero que va al matadero, un pálido y lluvioso día de otoño imaginamos, como no nos empecemos a tomar más en serio nuestro grave, nuestro gravísimo, nuestro dramático, problema de poluciones nocturnas.