domingo, 27 de diciembre de 2009

La curva della felicità


Ah, que gran invento las paparotas de fin de año y navidades.
Dicen los muy sabihondos, que esta costumbre de ponerse como el quico nada tiene que ver con lo nacional-católico, y que ya los Neandertales, en épocas de cuando los dinosaurios eran los que cortaban el bacalao (en su caso el ictiosario), aprovechaban la llegada del solsticio de invierno para celebrarlo por todo lo alto con pantagruélicas pitanzas y demás fornicios colaterales.
Todo destinado a rendir pleitesías al astro rey, y, al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, para darle al cuerpo una impagable tregua, agotado el pobre de tanto correr detrás (y delante) de las alimañas silvestres.
Luego, la sociedad, y las sucesivas generaciones, fueron refinando la retórica autocomplaciente, pero la idea central siempre se mantuvo. La última semana del año, que es la que hace mas frío, no se sale de casa, y se dedica uno exclusivamente a zampar. Por unos días el trabajo queda aparcado y el alma se regenera de pústulas y excrecencias, imperando los buenos deseos y sentimientos fraternales. Ya no hay que pelearse con el vecino de al lado por las migajas del sistema, puesto que las viandas abundan. De hecho, ya no se compite por ser el más pícaro, o el más acaparador, es la hora de la generosidad, y es haciendo gala de ella como se demuestra una hipotética superior valía al resto del personal.
Son sin embargo estas fiestas la gran pesadilla de las (y los, que también los hay) anoréxicas. Generalmente adolescentes, y ya no tan adolescentes, que de pronto en casa de sus padres, el hogar protector, se ven obligadas por la fuerza a procesar, en dos sentadas, el equivalente a su ingesta trimestral de alimentos. O sea, a contemplar, atadas de pies y manos, como esa talla 36 tan trabajosamente conquistada, se viene abajo cual castillo de naipes.
Crueles fiestas, sin duda.
Naturalmente, con el estómago lleno, uno es más propenso a sentir desprecio por todo afán o inquietud del intelecto. Se podría cortar la digestión en el intento.
Pero ello no quita para que las dos o tres neuronas disidentes, esas tres de siempre, sigan dándole a la zambomba con los mismos temas obsesivos de toda la vida: Que si el amor en los tiempos del cólera, que si la revolución de las masas, o que si del barco de Chanquete no nos moverán.
Tres neuronas que permanecen activas en las cabezas de todo quisque, y que curiosamente, aprovechan la reunión familiar en torno al pavo, la langosta, o el bichejo sacrificado de turno, para copar toda la atención mediática.
Las discusiones que se producen al arrullo de los postres suelen ser ellas también de un gran contenido calórico.
Nadie se priva de expresar su peculiar visión del universo. Visiones, en una gran parte de los casos, que no ven más allá de las ojeras de Belén Esteban.
Pero eso es la grandeza de acoger, aunque solo sea por unas pocas horas, bajo a un mismo techo a familiares cuyos destinos vitales han corrido una suerte dispar. Nada hay más reconfortante que contemplar como los contenciosos seculares, los peñones de Gibraltar, islas Perejil y demás, que en su versión microbiana, forman coágulos y causan las embolias en las relaciones entre portadores de una misma sangre, son inmunes al paso de los años.
Decía Maria Antonieta, “si no tienen pan, que coman pasteles”, mientras el hambre en las calles de Paris comenzaba a distraerse con el afilar de guillotinas.
Es el tiempo pues de los pasteles, de atiborrarse con golosinas, de engullir esas huevas de lumpo por cucharadas soperas, que no harán olvidar los churretosos sanjacobos, la merluza fósil, o el filete al borde de un ataque de nervios, omnipresentes en el menú del día del tugurio donde uno manduca habitualmente, pero que en teoría, siempre en teoría, te los harán más soportables.
Siempre serán mejores, en cualquier caso, que cualquiera de esas innovaciones de la Haute Cuisine, que para sorpresa y congoja de los comensales, aparecen una de cada cuatro navidades como plato estrella de la Nochevieja, convirtiendo a las doce uvas de rigor, con toda la triquiñuela que ello conlleva, en el único alimento sólido medianamente digerible, y por tanto pintiparado, en lo concerniente a las hechuras de nuestro traje de fin de año.
Porque no os olvidéis, somos lo que comemos.
Feliz año 2010.

P.D.: Ante la acumulación de comentarios no deseados en los últimos posts me he visto obligado a introducir el “palabro” como medida higienizante.
No se trata de ser más selectivo, pero, qué diablos, mis “habituales” ya sabéis que esta es vuestra casa, y seguramente os gusta tan poco como a mí esa chusma que se mete por todas las rendijas con sus anuncios de alargadores de prepucio, sanaciones zodiacales y similares.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El siglo de los estrógenos


No hace mucho leí en algún blog (de cuyo nombre no es que no quiera, sino que no puedo, cosa del estrés prenavideño, acordarme) algo así como que se conmemoraba el día internacional de la mujer, y que bla, bla, bla y bla, bla, bla… Y resumiendo, que después de tanta lucha en favor de sus derechos, apenas se había avanzado nada.
Mi reacción, como es lógico, fue de pensar ¿Pero tan mal está la cosa?
Y digo esto porque cuando se asigna un día internacional a alguna causa, es que esta está muy pachucha, o que, por decirlo más gráficamente, lleva palos de todas las esquinas.
Yo en un principio, y en mi fuero interno, considero que la situación de la mujer no debe ser tan crítica, pero a poco que recapacito me doy cuenta de que eso solo vale, como mucho, para las mujeres con las que trato habitualmente (familiares, amigas y conocidas) y en el entorno, razonablemente civilizado, en el que yo me muevo. Desde ahí, hasta las pobres infelices de los modelitos “Burka” o “Chador”, que pese al parecido fonético, no son precisamente “Bershka” ni “Chanel”, hay todo un espectro de matices que lleva derecho a las mutilaciones genitales del África más selvática.
Y es que uno no puede quedarse de brazos cruzados ante la gran injusticia que estas prácticas, y en general este estado de cosas, representan.
Así, en lo que a nosotros respecta, habría que, como primer paso, cortar de raíz cualquier tentación involucionista en las mentalidades troglodíticas del hombre de a pie, y forzarle a reciclar sus instintos machistas en algo que realmente fuera de utilidad. Obligarle a educarse en el respeto a su compañera, a la hembra de su misma especie, recordándole, por de pronto, que en cuanto a honor y valentía, nada nos tienen que envidiar. Ahí está sino el caso de Aminetu Haidar, la activista saharaui, para certificarlo.
En segundo lugar, opino yo, no se hace lo suficiente para afearles la conducta a los maltratadores. Sí, se pone mucho énfasis en la crueldad y lo horrendo de esos crímenes, en el daño que se les inflige a las víctimas, pero al rodearlo todo de esa aura de morbo y dramatismo, se deja escapar el elemento principal. Un hombre que pega a una mujer es un cobarde. Es ahí, incidiendo machaconamente en la cobardía del sujeto en cuestión, donde creo yo que más terreno se ganaría. De hecho, una gran parte de la sociedad, eso sí, la más rancia y apolillada, sigue pensando que el que un marido imponga su ley por la fuerza a su esposa, entra dentro de lo normal y deseable.
Se trata pues de cambiar los patrones de conducta mediante el uso de la inteligencia, aspecto en el que la mujer y el hombre son indistinguibles el uno de la otra.
Y no hay motivos para posponerlo más, ni razón para resignarse a las actuales políticas de cuotas. La igualdad ha de imponerse por la fuerza de los hechos.
No es de recibo que en plena era de la biotecnología, sigamos concibiendo a la mujer como una herramienta de procreación sin más. Para eso ya están las incubadoras, que en el futuro, a buen seguro, evolucionarán todavía más, convirtiendo el mismo proceso del embarazo como tal en una opción a elegir, o no, de las interesadas.
Antiguamente, eso también es cierto, la mujer se debía en cuerpo y alma a sacar su prole adelante, y debido a que muchos de los retoños se quedaban en el camino, y a la ausencia de métodos anticonceptivos, se veía obligada a estar continuamente pariendo. Pero hoy eso ya no viene a cuento. Los días de las mujeres “conejas” son cosa de los libros de historia.
Unos libros de historia donde, para ilustrar todavía más si cabe esto que digo de la valoración tan misérrima que de la mujer, y su potencial cognitivo e intelectual, se ha hecho a lo largo de los siglos, se le muestra, a modo de ejemplo, representada artísticamente por la Venus de Milo, inerme, amputados los brazos, mientras que al hombre, por el pensador de Rodin.
¿Hubiera podido Rodin esculpir a una pensadora? ¿Se lo habría siquiera planteado, considerando la época en que vivió? Lo dudo mucho.
Entonces, como ahora, el cuerpo de la mujer, en lo que a su atractivo físico se refiere, era su principal característica definitoria.
Una forma de juzgar el contenido por medio del continente, en la que se deja fuera, y se echa a perder, la práctica totalidad de los atributos reales, contantes y sonantes, de las que no pasan tan caprichoso examen.
Pero aunque cueste reconocerlo, esta ha sido, y por lo que parece seguirá siéndolo en adelante, la tónica dominante. Una realidad que solo genera descontento y apatía en las afectadas, y que, por cuanto tiene de desaprovechamiento, de despilfarro, hay que combatir de plano.
No puede ser, por tanto, que se prosiga en esta línea de reducir por sistema las expectativas de las jóvenes y adolescentes de nuestra generación a la idolatría de la mujer-objeto. Un mal en el que la publicidad, escrita, televisiva, e incluso de las vallas de los márgenes de las carreteras, tiene gran parte de culpa.


Y no se trata de prohibir, pero sí de moderar, porque la actual barra libre en la que se ha montado el capitalismo rampante, lo único que nos deparará será nuevas crisis, y más “mono” de consumismo idiotizante.
Este siglo XXI está pues llamado a ser, tal como yo lo veo, el siglo de los estrógenos. El siglo en que las féminas tomen el mando y pongan orden en la casa. Pero no para limpiar el planeta que nosotros previamente hemos ensuciado hasta dejarlo hecho una cuadra. No. Agarrándonos por salva sea la parte, y obligándonos a aprender a convivir, a aprender a compartir, a no malgastar, a vivir civilizadamente.