domingo, 26 de febrero de 2012

El gato que se ponía las botas


Vivía en Camden, Nueva Jersey, y era, sin exagerar, la puertorriqueña más hermosa en décadas, de cuantas habían abandonado la isla para ir a forjarse un futuro en el mainland.
Sí, lo recalco, la más bonita. Sin ningún género de dudas.
Su nombre era Yondelis Carrillo, y su vida era un empezar y no parar. Siempre trabajando. Tan pronto ejerciendo de celadora en el hospital del estado, como, en sus ratos libres, ocupándose de la tienda de floristería de su tía Dorinda.
No obstante, a pesar de ello, de no concederse apenas un respiro, de no obsequiarse de un tiempo propio para la evocación, tejido y destejido, de su sola voluntad, nadie podría afirmar que fuera una muchacha infeliz. Más bien al contrario.
¡Ah, diosa Afrodita, qué tendrá la belleza que, ella sola por sí, todo lo arregla, todo lo enmienda, las penas, muchas o pocas, todas ahuyenta, todas relativiza!
Su tersa piel, del color del atardecer caribeño era, de hecho, y como ya digo, sedas de oriente ante las miradas derretidas de cuantos hombres la contemplaban. Unos ojos que al instante siguiente de caer en la celada, transmitían a los corazones de sus respectivos dueños, la pesarosa noticia de su captura. La firma de su total e incondicional rendición castrense.
En pocas palabras, que, por más que se quisiera, era evidente que su atractivo ni pasaba sin pena ni gloria, ni podía ser domeñado.
Tal pareciera que el único ser de género masculino que no se diluyera cual azucarillo, ante su caída de ojos, negros hasta lo más profundo imaginable, y con reminiscencias a taína vestal, fuera su pequeño gatito Simon.
Y en verdad, que el afortunado felino, objeto por parte de esta de un sinnúmero de adoraciones, era a todas ellas indolente. Más aún, incluso, cuando así se lo daba a entender su instinto de pequeña bestezuela ignorante, desapegado y hasta huidizo.
Nada que ver con el sacrificio anhelado por los precolombinos dioses naturales, que en ella creían atisbar el grueso de cuantos galanes y buscavidas la pretendían, a sus selváticos designios por completo emancipada.

Y sin embargo había otro hombre. Otro hombre distinto a los demás - y con todo, semejante - que sin él saberlo, compartía en espíritu, las inveteradas renuencias del mimado felino.
Este era el doctor Parker. Blanco, y anglosajón, diez años mayor que ella, casado y con dos hijos. Residente en Central Park, como correspondía al yerno de un acaudalado industrial que, durante la Gran Depresión, había hecho fortuna vendiendo puerta por puerta caldo de gallina en lata, y cuya ascendencia si bien se remontaba, o al menos de eso a ellos les gustaba jactarse, a los tiempos de la aristocracia neerlandesa.
Susan, su esposa, era un par de años mayor que él, y a los ojos de todo el mundo eran la pareja perfecta, y, aún más, a tenor del sentir popular, sólo podían estar felizmente casados, pues lo contrario sería un pecado socialmente muy mal visto, y en manera alguna aceptable.

Y así era de tonta Yondelis. Estaba muy buena y todo lo que tú quieras, pero era un completa retrasada mental. Veía en su gatito, al que colmaba de atenciones y carantoñas, al boss, a su very important jefazo, y a él, cual fetiche de su amor inexistente e inalcanzable, honraba y veneraba hasta la saciedad.
El michino, ni que decir tiene, jamás hubiera podido apostar por una vida mejor. Era un bicho condenadamente aprovechado. Vivía como un marqués, y dado que era un ser de cuatro patas, ni siquiera se atormentaba con la idea del ineludible final de sus días, después del cual, era obvio que nada, ni siquiera equiparable, podría esperarse.
Gato de mierda. En perro rabioso convertías hasta al más bienintencionado de los mortales.
Ciegos de envidia, lo reconozco, así salíamos de aquella floristería, los ocasionales compradores, donde la más bella de entre las azucenas, los lirios, las orquídeas, nunca ansiaba de su propia mercancía ser agasajada.
Fidelizados, y en cambio sublevados, con el desdén de la sensual boricua.
Una boricua, en cuyos sueños, solo cabían los arañazos de una indiferente y caprichosa bola de pelo.
El ser humano, entregado a sus inferiores, y a la altura, si se me apura, de los todavía más inferiores ratones.
Quizás un paso atrás para Yondelis, y sin embargo, todo un salto al vacío para la humanidad.
Amor, belleza y palpitaciones de madrugada. Esa era su causa y provecho. El escalofrío de la carne destemplada, toda su ganancia, y, triste es admitirlo, jugoso botín.
¡Cuánta inconsciencia!
¡Cuánto dolor de sienes!
¡Cuánta felicidad malversada en maullidos de desgana!
Tonta, Yondelis. ¡Más que tonta!

P.D.: Yondelis, para el que no lo sepa, es un fármaco para el cáncer, que aunque no es la panacea universal, ha conseguido introducirse en los mercados de muchos países. Dicho de otra forma, que cure o no cure, da esperanza a los enfermos y mucha más aún a los accionistas de la empresa que los fabrica.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Espero que os haya gustado. ¡Pardiez!