martes, 11 de noviembre de 2014

Ataque de fuerza bruta


Esto ya lo intuyeron los grandes pensadores de todos los tiempos, no hay peor loco que el que cree estar completamente cuerdo.
Pero la locura, en realidad no es en sí perniciosa sino cuando los actos que de ella emanan lo son por sí mismos. Vamos, que un chiflado cualquiera, coge un pincel y es un genio, pero este mismo señor pasa automáticamente a la condición de psicópata, si lo que le da es por la motosierra.
Esta dualidad, locos iluminados-locos de pesadilla, alimenta la ya de por sí esquiva noción del término locura, y hace que cualquier desorden mental, por pequeño que sea, lleve implícita la posibilidad, y la propensión, a un desbarajuste mayor.

Porque toda pequeña chaladura, por sana y anecdótica que finja ser, lleva siempre en su seno el germen del caos y del fuego purificador, el deseo de autorrealización al más alto nivel. Nadie sabía mejor de esto que Nerón, el emperador romano que pasó de artista a pirómano, y que, no es cosa independiente, odiaba sin recato a los cristianos, verdaderos monopolizadores del concepto de locura llevado al extremo. Demasiado prestos siempre al martirio, predicando a todas horas la renuncia a los placeres mundanales. O demasiado locos o demasiado cuerdos. En cualquier caso, unos peligrosos agitadores de conciencias. Y, por otra parte, rivales muy duros para alguien que tenía la necesidad patológica de concentrar sobre su persona toda la atención del mundo.

Todas las religiones, ya que las hemos mencionado, son una oda a la irracionalidad. Esto es un hecho palmario, y es por eso que tantísima gente las considera el mayor y más perjudicial de los desatinos. Pero curiosamente, tomadas en pequeñas dosis, cumplen una valiosísima función homeopática, reforzando al organismo, a su sistema inmunitario, (ahora hablando no del sistema físico, glóbulos blancos y demás, sino del puramente psíquico; no del hardware, sino del software), contra sus males endógenos, los que se originan en su propia sala de máquinas, y que son comparativamente mucho más virulentos.

Así, las paranoias colectivas son la mejor protección que existe contra las individuales. Creencias y credos, política y más allá, son las mejores tomas de tierra que existen para los saltos de tensión en el suministro eléctrico de las sinapsis neuronales.
El gran problema se come al pequeño, y esto, en el caso que nos ocupa de las enfermedades mentales, se cumple a machamartillo.
Si uno teme al infierno, si teme a la cartilla de racionamiento o al paredón, difícilmente se puede dejar intimidar por una vulgar y corriente crisis de ansiedad.

Sí, así es, para librarse de las desagradables molestias de los pequeños problemas, la receta que funciona es la de someterse a la tiranía de una preocupación mayor. Una que produzca un canguelo mucho más asfixiante y desgarrador.

Uno capaz de ejercer en tu mente lo que en términos de ciencia computacional, y por analogía simple, se denominaría un “ataque de fuerza bruta”.
Pongamos el ejemplo de un programa informático que hemos descargado de la red en nuestro sistema, y que para que funcione correctamente, y poder empezar a trabajar con él, necesitamos una clave, una contraseña, que nos permita acceder al menú. Algunos aquí pensarán: La vida misma.
De hecho, esto no es otra cosa que una extrapolación al día a día del ser humano.
Un ser humano inmerso en su permanente lucha por descifrar las claves que regulan su entorno, las que le abren las puertas que desea o necesita franquear, para poder seguir adelante con su proyecto vital.
Pues bien. Si desconocemos esta clave, y nos es perentorio el obtenerla a toda costa, el único remedio es lanzar el referido ataque de fuerza bruta.
Mediante este procedimiento toda la potencia operacional del sistema, y con ella todos sus recursos, son dedicados a alcanzar este objetivo. No importa el volumen de tiempo y energía que se consuma en el proceso. No importa que el plan, con su simpleza, con su recurrencia en bucle, arruine todas las otras potencialidades de que se disponía en el momento en el que se decidió implementar.
Esta gran campaña militar del intelecto, no es locura creativa en absoluto, es locura de matar moscas a cañonazos, pero sana al individuo, o lo que es lo mismo, impide que enferme. Dicho de otro modo, lo vivifica, como vivifica una buena poda a un árbol que languidece bajo el peso de todas sus ramas marchitas.
Fuego purificador, o formatear de vez en cuando el disco duro, léase el de carne y hueso. Elegid la metáfora más de vuestro gusto, pero la clave que se busca, la tan anhelada contraseña que conduce al siguiente nivel, yace más allá de la comprensión de un ente inteligente y, por más que nos repugne la sola idea de condescender en ello, del mantenimiento de un enfoque racional.
Fuerza bruta, esa es la clave. Temor al palo gordo, a la gran calamidad, a un infortunio más allá de todo pensamiento sereno. Un algo tan sumamente horrendo que eclipse a todo lo demás… Y los problemas, esos pequeños problemillas que te daban tan mala vida, se convierten en un juego de niños.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Pax domesticus


Estamos en una época que no invita al optimismo.
Ser joven en estos tiempos que corren no debe ser cosa fácil, aun cuando ser joven siempre es más llevadero que ser viejo, eso está claro.
Por supuesto habrá capas de la población a las que la crisis apenas les haga cosquillas, pero para todos aquellos jóvenes cuyos padres un día fueron clase media, esta época de sus vidas debe ser una auténtica pesadilla.
Cuesta de hecho imaginar cual es el efecto que, la merma cotidiana de la economía paterna, ejerce sobre aquellos que están en edad de merecer. Yo, personalmente, creo que me volvería loco.
Es, supongo, como estar atado de pies y manos, y con un esparadrapo en la boca. Oculto en un sótano cuya llave, se ha perdido en una riña entre los propios secuestradores.
Incapaz de saber cómo, cuando o incluso si vendrá alguien a rescatarte. Y si no será entonces demasiado tarde como para evitar el internamiento en un manicomio, o como mal menor, la marginación social, enganchado de por vida a los locales de la beneficencia.
Y todo ello, sin comerlo ni beberlo. Teóricamente, por culpa de la generación anterior a la tuya, que quiso apurar todos los cálices habidos y por haber, en lo que a especulación inmobiliaria (y de toda otra índole) se refiere.
Tú de hecho, estas en una edad en la que, lo que te pide el cuerpo, es saltar por todo, no respetar nada, cuestionar hasta el vuelo de una mosca, y lo que te encuentras es que ese “todo” está de capa caída. No hay nada que combatir, porque todos tus “enemigos” naturales están en desbandada. Los padres, la educación, la sanidad…
Aquellos que antes imponían unas normas y te premiaban o castigaban en función de ellas, son ahora como hojas muertas a las que la corriente va empujando, de torbellino en torbellino, incapaces ni tan siquiera de garantizar su propia flotabilidad. Las víctimas de forajidos sin ley, adscritos al gran latrocino universal, en medio de un pueblo fantasma.
Ciudadanos de bien, de posición acomodada, convertidos de la noche a la mañana en gente asustadiza y desorientada. Incapaces de aconsejar, ni de dirigir los pasos de nadie. Reducidos al descrédito absoluto, y consumidos en la revisión permanente de su sistema de valores. Máxime, cuando se depende de la pensión de la abuela para pagar la bombona de butano.
Ante esta situación de pánico colectivo, la generación venidera sólo tiene dos opciones: Dejarse arrastrar por el curso fatídico de los acontecimientos, y convertirse en náufragos ellos también del sistema, o por el contrario, crecerse ante la adversidad, acelerando por la vía expeditiva su proceso de maduración personal. Solo así podrían comenzar cuanto antes a reclamar su tan necesario e improrrogable liderazgo.
Los jóvenes no pueden permitirse especular con esta dinámica, en la que sus progenitores se van paulatinamente transformando, de domadores de fieras, en conejillos de indias, y que es a todas luces suicida.
El mundo, su futuro mundo, pide una revolución a gritos, por incómoda y anticuada que su sola mención resulte.
No es ya una cuestión de recorte o ausencia de pagas semanales. La lucha del nuevo siglo, la del triunfo sobre los oligarcas de la globalización  asimétrica, ha de financiarse desde la propia energía vital.
Ningún remedio es más potente para sanar a una sociedad enferma, que la renovación de todas sus estructuras empezando por al base, y ahí es donde los jóvenes, las nuevas generaciones, incontaminadas aún, están llamados a ejercer su función desinfectante.

Pero claro, a los que se pasan el día soñando con vivir hipnotizados por la pantallita de un smartphone, a ver cómo les explicas eso…