domingo, 30 de agosto de 2009

Políticamente incorregibles


Hacer un post dedicado a la política no es precisamente un placer que digamos, y desde luego, mucho menos aún algo de lo que estar orgulloso. Muchos que lo leáis de hecho pensaréis: Se ha ido a por un tema fácil. Y en cierto modo tendréis vuestra parte de razón.
Porque si se mira bien, suele ser justamente sobre estos temas apasionados y espinosos, en los que la opinión propia, a menudo soterrada, emerge a la superficie y bulle sulfurosamente, con los que el escribano más a pierna suelta se halla tecleando. Las palabras, de hecho, fluyen solícitas y con profusión como por encima de una imaginaria cinta transportadora, de la que se van cogiendo y ensamblando sin apenas esfuerzo.
No hay sino abundancia, y no hay sino, en sentido inverso, pocas ganas más allá que las de ponerse uno a hacer demagogia. Paradojas de la vida.
Decir pues que la política es nauseabunda, que es una cloaca infestada de ratas, o por ser más suaves, que es un mercadillo de charlatanes, donde los chanchullos y las falsificaciones se negocian a grito pelado, y que la competencia, en lugar de incentivar la mejora continua de las propuestas, degrada el sistema y lo desvirtúa, son ya lugares comunes muy transitados.
Haré en cambio un esfuerzo, y al igual que no me acuerdo qué pensador romano, me aprestaré mejor a recordar que nuestras vidas personales, nuestra relación con la sociedad, en la escala en que le es propia, no deja de ser en sí misma también política.
Los criterios que adoptamos para determinar quienes son nuestros amigos y sobre con quien o quienes se debe o no dialogar, no son en el fondo muy distintos a las bases programáticas de los partidos, y de igual manera, están sembrados de buenas intenciones y sabios propósitos de justicia y respeto mutuo.
Una actitud muy loable, que a la hora de la verdad, y sobre la arena del circo en el que se dirimen nuestras disputas cotidianas, queda sin embargo convertida al instante en papel mojado.
Vale, los políticos son una fauna perversa. Ni uno solo se salvaría de la quema, sometidos uno por uno al juicio de un hipotético tribunal omnisciente. Seres con la conciencia muy enferma, o directamente sin conciencia. Con ella extirpada. Como si al igual que sucede con la vesícula biliar, fuera un órgano del que se pudiera prescindir, y no por ello dejar de hacer una vida normal.
Y sí, cuanto mas ruines y retorcidos mejor dotados se hallan para el ejercicio de su profesión, como bien demostró en su obra El Príncipe, Nicolás Maquiavelo.
Pero es que, aceptémoslo, nosotros no somos tampoco mancos cuando se trata de defender nuestros intereses, y no siempre tenemos la suerte de poder prescindir de ciertos métodos y/o ciertos intermediarios, bajos y rastreros, para conseguir aquello que queremos, y que, erróneamente o no, pensamos que es lo que nos corresponde.
Así, no hay pues más que hacer un poco de autocrítica, para enseguida advertir que nuestra actitud hacia los demás se rige también por esa dualidad bíblica. Esto es, medallas y diplomas para los que comulgan conmigo, y, por oposición, a la hoguera con los infieles.
La línea divisoria entre nuestros aliados y aquellos que forman parte del lado oscuro de la fuerza, el muro más bien, en absoluto es delgado o poroso, y al igual que en el caso del canal de Panamá, consiste en un complejo entramado de esclusas en el que la decisión sobre los buques que lo atraviesan, y los que no, implica a numerosos mecanismos y voluntades. Tratar de cambiar el rumbo de los afectos y desafectos, es a la larga tan frustrante como la navegación fluvial para un viejo lobo de mar.
Y nadie quiere ir a encallar justamente en medio de aguas en reclamación. Abocados a una capitulación incondicional.
Pero hay que atreverse, y no ser cobardes, a buscar en nuestros rivales su punto de honor. A usar la política como espadachines de esgrima, y no como elefantes marinos en época de celo.
Se trata pues de amagar por la diestra y soltar la estocada por la siniestra, pero sin nunca – jamás de los jamases - tocar al rival por debajo de la cintura.
Desde aquí, pues, queridos amigos, y pese a lo apropiado que resulte para el chiste fácil, os invito no obstante a no dejar de pensar políticamente. No os dejéis caer en la resignación y rechazad de plano las excusas vulgares, timoratas y borreguiles, para no implicarse en el debate.
No renunciéis a mirar a los ojos a vuestro oponente. No renunciéis a darle la oportunidad, y a dárosla a vosotros mismos de revisar agravios y malentendidos. Estoy convencido de que es bueno para la salud en general, pero sobre todo para la del alma. Vuestra vesícula os lo agradecerá.

martes, 11 de agosto de 2009

Sirenas Azules


Ahhh… ¡Qué gusto da estar de vacaciones! ¡Qué diferente es todo! Y ello a pesar de que por el noroeste de la península, casi como de costumbre, la sinrazón meteorológica arrecia. No será óbice, en cualquier caso, para que nos comprometamos a exprimirle todo su jugo.
¡Este verano estará siendo una mierda, pero qué diablos, es nuestro verano!
Pues sí, dos semanas de jijijí-jajajá, y aún no se ha presentado un solo día que hiciera un tiempo medianamente decente. Lo digo sobre todo pensando en la gente del sur de la península, donde siempre luce el sol, aunque también un poco en los del hemisferio austral, donde este tipo de disyuntivas, a estas alturas del año, son por completo futiles.
El caso es que cuando vienen así dadas, el único recurso que queda es sentarse frente a la ventana y ver las nubes pasar, o traducido a los tiempos en los que vivimos, encender la televisión.
Creo haber dicho ya muchas veces que el idilio que existía entre la caja tonta y yo acabó hace tiempo en los juzgados. Con todo, y nunca lo hubiera imaginado, pero al igual que muchas parejas de carne y hueso, hemos decidido darnos una segunda oportunidad.
No es ninguna risa, pues en el verano el consumo televisivo se viene abajo, y únicamente los muy especializados en nadar a contracorriente, como un servidor, le damos ese respiro que asegura la flotabilidad de sus audiencias.
En general nada, cosas sueltas, partidos del Madrid y películas resesas. Todo de muy baja ralea. Aunque haciendo de la necesidad virtud, y después de mucho revolver entre las basuras, hubo momentos en que hallé alguna perla.
Pues bien, uno de esos momentos coincidió con el programa Callejeros Viajeros – sí, ese engendro inmundo, telerrealidad de la peor especie - pero que por una vez traía a nuestras pupilas un reportaje novedoso, sin manosear, de los que cuentan cosas que en lugar de atontarte, te hacen más listo.
Versaba sobre Moscú, la megalópolis europea por excelencia y aún así para casi todos, una completa desconocida, y relataba, a grandes rasgos, y sirviéndose como hilo conductor de unos cuantos españolitos por allí desperdigados, el como de una urbe soviética empobrecida, resacosa, cuadriculada, vetusta y parapléjica, llena de megalíticas colmenas de hormigón, y si acaso salpimentada con algunas briznas de arquitectura exquisita, por aquello de las postales, como el kremlin, o el metro, se había dado el salto (el triple salto mortal con tirabuzón) a un hervidero capitalista hipertrofiado y caótico, deshumanizado y cocainómano, a un tiempo finolis y al otro cochambroso.
Es pues que la brecha entre la media docena de rascacielos espejeantes, y su larga lista de parientes pobres aquejados de aluminosis, vendría siendo un reflejo de las monumentales desigualdades de esa ciudad, pero, hete aquí lo bueno, en ningún caso tan flagrantes como a la hora de sentarse al volante del propio coche y tratar de atravesarla de punta a punta.
Y es que según parece, el tráfico de Moscú es de lo peorcito que uno se puede encontrar a nivel mundial. Vamos, el infierno del que hablaba Rambo. Y, así, sin exagerar, uno podría echarse tranquilamente varias horas, cuando no una mañana entera, en el intento.
Lógicamente los oriundos del lugar, es decir, los propios moscovitas, comprendieron que así no se podía andar por la vida. No era aceptable para un país civilizado el que, en su capital, los atascos lo empantanasen todo, entorpeciendo e incluso imposibilitando hasta las diligencias de máxima prioridad nacional.
Idearon pues un sistema: El dotar de una sirena y su correspondiente lamparita de color azul, como en las añejas series de polis y cacos estilo Starsky y Hutch, a aquellos coches de gerifaltes y capitostes designados por decreto, y obligar a que, al verlos venir, las calles atestadas de cuatro latas se abriesen para dejarlos pasar, cual si estas devinieran en las aguas del mar Rojo.
Fue tal el éxito de la medida, que, cómo no, enseguida todo bicho viviente se comenzó a celar. Y todo aquel con pretensiones, o que se consideraba pieza clave del sistema, interpretó como un desaire el verse privado de su propio faro guía, abandonado por los suyos en los océanos del “mindundismo” y la mediocridad.
De modo que se le dio una nueva vuelta de tuerca al invento, y se puso al alcance del pueblo llano la potestad de ostentarlo, eso sí, previo desembolso de un prohibitivo porrón de rublos.
Por fin los mafiosos y los magnates petrolíferos (no se por qué los separo en dos categorías, pudiendo economizar las palabras) podrían hacer gala de sus fastuosas limusinas, y pasearse a todo trapo con ellas por las discotecas más chic del lugar.
Más y más alardes de privilegios que, no nos engañemos, son el cogollo de las sociedades capitalistas, y que en el erial del agostado y reseco comunismo heredado de Stalin, y al que Gorby plantó fuego, han prendido con inusitado vigor.
Y mientras tanto todos estos nuevos zares, rodeados de lujo y meretrices, se ríen del frío atenazador de sus paisanos, de sus articulaciones anquilosadas, de sus entumecidas extremidades, del orín en sus hoces y martillos, no hace tanto temibles. Unos compatriotas que, ya sea con unos o con otros, nunca parecen ser capaces de erigirse, o al menos de proponérselo, en un país feliz.
Aquí nos quejaremos, pero es que, qué carallo, en Rusia nunca es verano.