sábado, 17 de septiembre de 2011

La frecuencia parásita

Bueno, colegas blogueros, se acabó el verano y se acabaron las vacaciones.
(De acuerdo, puede que técnicamente, oficial y astronómicamente, el verano todavía siga vivito y coleando, pero por lo que a mi respecta, ya está muerto y enterrado)
Dedico, pues, este post a una de aquellas noches veraniegas de calor asfixiante en las que, dado que no podía pegar ojo, volvían a mi cabeza los típicos pensamientos y obsesiones del periodo no estival, como recordándome, que en efecto, ellos y ellas eran, y son, los moradores e inquilinas reales de ese cuchitril abuhardillado en que, durante la mayor parte del año, se convierte el botijo de barro recocido con ojos y boca, que llevo encima de los hombros.

Unas cuestiones del tipo: La hipoteca basura, el salario de mierda, las cosillas de la edad, el inexorable paso del tiempo, la dictadura norcoreana de los instintos, etc… A las cuales, por si ya fueran pocos los problemas, se vendría a sumar el incordio supino de tener que lidiar con los más voraces depredadores conocidos del ser humano: Los mosquitos.

¡La de veces que, en medio de la oscuridad más absoluta, yo mismo me habré abofeteado la jeta, en un intento desesperado por cazarlos al vuelo!
Convertidos durante un mes entero en el pan nuestro de cada día, o para ser más exactos, convertido yo, un servidor, en el pan suyo de cada noche.

En fin, creo que esto resume un poco, a grandes rasgos, la pesadilla en que se convierte a veces mi existencia, cuando los condenados chupasangres, hacen su aparición estelar. Algo que muy bien se podría aplicar a otros contextos y otras situaciones, pero de lo que mejor me abstendré el entrar en más detalles, en aras del bien común.

Os dejo pues con un texto que escribí en una de esas largas veladas, al arrullo del cri-cri lejano de grillos y langostas, no sin advertiros de que, en efecto, es el resultado de una mente calenturienta, agostada por el excesivo sol, apenas habilitada para combatir el aburrimiento con sus neuronas en servicios mínimos.


La frecuencia parásita.

Es divertido comprobar a veces la obsesión que casi todas las disciplinas intelectuales comparten a la hora de considerar la pureza de sus intenciones, de sus logros, de sus objetivos o de sus planteamientos.
La pureza es, y ha sido siempre, una virtud indiscutible. Sería pues hasta cierto punto chocante no esperar de quienes se dedican a una actividad en esta vida, no tratar de buscarla hasta sus últimas consecuencias, aplicándose con verdadera entrega de pescadero raspando escamas, en la eliminación de todo aquello que la pudiera afear o degradar.
Lo curioso, sin embargo, y es a esto a lo que fundamentalmente trato de referirme, es que, mientras todas aquellas labores que se desarrollan en un medio físico, aceptan un ineludible margen de error, una tasa de contaminación ambiental, que afectará en mayor o menor medida a su producto acabado, todas aquellas otras que lo hacen en un plano inmaterial, en las que el pensamiento es quien corta el bacalao, suelen por el contrario vanagloriarse de su condición de impolutas.
Esto es una falacia, claro está.
Nada, ni siquiera este post, que se autodefine a sí mismo, está libre de albergar en su seno, en su libre y cabal composición, una mayor o menor tasa de aprensión residual.
Una aprensión aquí entendida como influencia externa, de la que ni se conoce ni se quiere conocer su procedencia, pero que está ahí, y que se autoejecuta regularmente con una precisión y puntualidad admirables.
Cualquier intento por desembarazarse de ella es estéril. Todo lo que se haga por reducir su oneroso gravamen, constituye igualmente una pérdida de tiempo. La única solución es barrerla debajo de la alfombra. Y ahí es precisamente donde se hace fuerte.
En una grabación de un concierto de música clásica, por ejemplo, siempre se registran frecuencias parásitas. Unas veces es por las reverberaciones del sonido en la sala o auditorio en el que se celebró, y otras por el simple carraspeo de un asistente que no se pudo, o que no se supo, reprimir.
Se puede remasterizar a posteriori, cierto es, y eliminar todo aquello que no corresponde, deshacerse de todo lo sobrante, pero esta misma desnaturalización, por defecto, implica asimismo la consumación de una intrusión ajena.
Una parte sustancial de lo que le era propio, se lo llevará por delante la lija con la que la pretendamos pulir. Igual que la bayeta que limpia el polvo de la ventana desgasta microscópicamente con cada pasada el cristal.
La luz nos viene dada del exterior, y solo la oscuridad, es decir, la ausencia de todo, nos pertenece realmente al cien por cien. Pues bien, nadie da nada sin asegurarse una conexión, por remota que esta sea, con el objeto de su dádiva.
Esta es la frecuencia parásita a la que me refiero. Una práctica a la que la naturaleza se aferra con verdadera profusión, y de la que nosotros, por ser parte consustancial de esta, tampoco estamos exentos.
Y es que en realidad no podemos huir de ella, se halla en nuestra herencia genética. Más aún, toda nuestra herencia genética se sustenta en la base de su buen funcionamiento.
La vida en la tierra comenzó a partir de los microbios. No evolucionó de los humanos a los microbios, sino al revés.
No debería escandalizarnos por tanto, que alguien se atreva a sugerir, que nuestro comportamiento sea en esencia no otra cosa que una versión remasterizada de nuestro otrora glorioso pasado microbiano.
Es más, considero yo que no es de personas sinceras negar que todos nuestros propósitos vitales, nuestra misma existencia, sea deudora de ese vírico modus operandi.
El ser humano es esclavo de este legado que tanto nos abochorna, pero que nos guste o no, afecta a nuestros más íntimos anhelos.
Nos cuesta horrores admitir lo poco que su misión, tan básica, difiere de la nuestra. Esto es, infectar al mayor número de organismos vivos con los que nos crucemos, y, si es posible, parasitarlos.
Ya sea con ideas, o con hechos concretos impuros.
A un nivel más o menos metafórico, gozamos de instalarnos en sus mucosas, para una vez allí vivir de forma permanente resguardados del frío mundo, e irrigados de alimento rico en nutrientes, creciendo y multiplicándonos con el impulso de su energía interior.
Esto no es materia de discusión. Allí donde fluyan los principios inmediatos de la vida, oculto bajo la hojarasca, anidará siempre un ente parásito.
E insisto en que nada hay de extraño en ello.
Un mecanismo sencillo que se basa en la réplica, en mimetizarse con el organismo atacado, le permite al invasor ser aceptado y comenzar a interactuar.
Tendemos a pensar que nuestro exterior es duro y únicamente permeable a lo que nos es grato, lo hemos construido nosotros mismos, con suma dedicación, para relacionarnos con el exterior, y a la vez protegernos de él. Y estamos muy satisfechos de su solidez, pero no es en absoluto infalible. Es como una frontera en la que nuestras virtudes y méritos, aquellas cosas que nos hacen fuertes, actúan como paneles reflectantes, repeliendo las radiaciones nocivas, y absorbiendo las beneficiosas.
No obstante cualquiera que lo imite, fingiéndosenos familiar a la vista, puede obtener los claves que le darían acceso a nuestra masa interior, más viscosa, más gelatinosa, constituida por lo que tratamos de preservar de las miradas ajenas, nuestros defectos, nuestras represiones, nuestros puntos flacos.
Cuando el agresor, en este caso el virus, infecta al agredido, en este caso la célula, es porque ha conseguido burlar esta barrera, esta costra imperfecta, y extenderse a nuestro blando y débil lecho interior. O dicho de otro modo, estudiando nuestro aspecto exterior, y sometiéndolo a réplica, ha sido capaz de mimetizar, reproducir e infiltrarse en nuestro talón de Aquiles.
Este apasionante juego del gato y el ratón, reducido al absurdo, es en el fondo esa frecuencia parásita de la que hablo. La verdadera hilandera y retejedora de los misterios de la vida, o peor aún, de sus únicas certezas.