viernes, 16 de enero de 2009

Idolos de plastilina


Cuando me enteré de que la niña china que había cantado en la inauguración de las olimpiadas de Pekín era un fraude, no me lo quería creer. Me parecía absurdo e innecesario. De entre más de mil millones de chinos, pensaba, no podía ser tan complicado encontrar a una que cantara bien y fuese agraciada a la vez.
Supuse, en un principio, que la teoría del playback era un bulo que, desde las trincheras occidentales, se había corrido con la intención de empañar la fastuosa ceremonia que había dejado boquiabierto a más de medio mundo.
Era además una maniobra muy burda, que sin duda se dirigiría a atacar a los chinos en donde más les duele, en su mala fama para con las falsificaciones, y en la escasez de niñas fruto de sus nefastas políticas demográficas.
Pues ahí donde lo veis, resultó ser cierta. Y era como si se lo hubieran buscado a caso hecho. ¿Cómo podemos liarla para asegurarnos de que, si esto se descubre, quedaremos a la altura del betún?, debió preguntarse alguien, o eso es lo que la naturaleza de los hechos sugiere.
Y mientras tanto, yo aún sigo sin entender por qué la niña suplantada, la de la voz en off, la original, fue al fin y al cabo descartada. No solo no era un adefesio, sino que su cara era más entrañable. Gozaba de los típicos rasgos orientales y era una representación perfecta del pueblo llano al que tanto apela el comité central del partido comunista chino.
El mundo se habría encariñado con ella, y habría sido una demostración inmejorable de las teorías marxistas de la igualdad de oportunidades, estampadas justo en las narices mismas de las hipócritas sociedades occidentales.
Y sin embargo prefirieron a una de rostro más artificial, más aproximada al ideal de belleza al que religiosamente se adhiere la fábrica de muñecas Mattel.
Fue ridículo. Metieron la pata hasta el fondo. Si bien, es algo que suele ocurrir muy a menudo, cuando queremos pasar por algo que no somos.
De hecho a mí también me ocurre muchas veces cuando me obceco y trato de alcanzar la perfección en mis obras. El resultado es siempre el mismo, papeles emborronados hasta donde alcanza la vista.
Por eso que cuando veo a tantos y tantos jóvenes y adolescentes en You Tube, aireando sus creaciones en una borrosa pantallita de apenas 20 por 10 centímetros, no puedo dejar de preguntarme qué esperan obtener de este medio, Internet, donde dar el cambiazo es todavía más fácil y sin duda mucho más aséptico.
La música es de todas las artes que nosotros, los amateurs, publicamos por Internet, probablemente la más vulnerable. Es tremendamente fácil plagiar o robar directamente una idea feliz de otro. Y la posibilidad de volver a dar con esa, u otra melodía exitosa, es prácticamente la misma para ti que para el “cazatalentos” que te la fusiló.
Yo por eso me alegro de estar negado para la música, y aunque la disfruto como un enano, y me postro ante la maestría de los grandes, y no tan grandes compositores, e incluso de simples arreglistas, el solfeo definitivamente se me atraganta. Corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas, etcétera, etcétera… Para mí eso es chino.

sábado, 3 de enero de 2009

El Fondo de la Cuestión


No sé si estará relacionado o no; será quizás porque tantos bienintencionados deseos de paz, mantecados y polvorones, me han llenado un poco de más el buche, y es sabido que los grandes atracones siempre degeneran en grandes pesadillas, pero hoy sin saber porqué me he puesto de pronto a recordar mis miedos infantiles.
Y la verdad es que echo un poco de menos esa otrora capacidad intrínseca para el susto y la impresionabilidad, aquellas facultades innatas para rumiar el canguelo durante meses, tan características de mi niñez.
Entonces las películas tenían otra clase de impacto sobre mí muy diferente del actual. No sé en que momento empezó en mí el sainete maniaco-artístico de querer imitarlas, y su observación analítica, pero creo que en ese punto algo muy querido, y al mismo tiempo muy odiado, se apagó dentro de mí.
No he olvidado, aún así, los espeluznantes efectos secundarios que las películas de vampiros solían tener en mis terrores nocturnos, engordándolos más y más con cada nueva entrega del género que se cruzaba por delante de mis ojos.
Y me viene precisamente a la memoria una en particular. Una en la que los “buenos”, en una escena final escalofriante, entraban al cementerio y, cripta por cripta, iban levantando las lápidas para asestar estacazos en el corazón a todos y cada uno de sus moradores. Al final, no pasaban uno solo de aquellos blanquecinos fiambres sin dejarlo bien entibado contra el respaldo del féretro, pero, ya fuera de la pantalla, yo siempre me quedaba con la duda de que alguno de ellos, más cuco y más vivillo que el resto, se les hubiera escapado.
Todo eso se diluyó andando el tiempo, y por desgracia preocupaciones de otra calaña, si cabe más hedionda, estreses y fobias variadas, corrieron raudas a ocupar el trono vacante. El fracaso, la fatalidad, el ridículo, los exámenes de septiembre… se convirtieron en los nuevos niños malos del correccional.
Quiero creer que todo esto es ya agua pasada, y que los años han ido echando capa tras capa de sedimentos en esta región pantanosa de mi conciencia, pero sería faltar a la verdad hablar de extinción total. Los miedos infantiles son como las cucarachas. Si te despiertas de noche y vas al baño, existe una probabilidad muy elevada de toparte con alguna. Y puedes matar media docena a escobazos, que siempre habrá nuevas que vengan a reemplazarlas.
De hecho, por todos lados nos siguen inoculando miedos diversos en el torrente sanguíneo, y muchas veces ni nos damos cuenta de cómo influyen en nuestra propia percepción de la realidad. Miedo a las crisis, a los colapsos económicos, al terrorismo y las guerras… A las nuevas enfermedades resultantes de mutaciones virales horripilantes…
Nuestra alma, asediada desde frentes tan diversos, no tiene punto de recogimiento.
Si bien hay una película, que exactamente no recuerdo su título ni protagonistas, que ha atravesado todo este océano de tiempo indeleble, culebreando por entre las sucesivas metamorfosis de mis temores fisiológicos.
La vi siendo un chaval, y estoy seguro de que me seguiría aterrorizando de la misma manera ahora como adulto.
Trataba esta de un submarino alemán, que alcanzado por un torpedo aliado, se iba a pique sin remedio. No eran propiamente los nazis los que se iban al fondo más estremecedor de las tinieblas, no, sino simplemente soldados alemanes derrotados, pobres diablos arrastrados por una suerte esquiva, y a los que implacablemente, el argumento reservaba un desenlace infernal. Así, su envoltura metálica, improvisado ataúd de latón, con cada pie que se hundía, se iba volviendo más y más vulnerable a la presión, y en última instancia ya solo remitía a elegir entre la asfixia por agotamiento del oxígeno interior, o el aplastamiento de la nave al más puro estilo del papel de aluminio.
Como se ve, el horror en su vertiente más opresora… Luego no creo que sean necesarias más explicaciones para justificar su longeva pervivencia entre mis más inveterados recuerdos.
Pero puede que ello se deba también, al hecho de que las profundidades abisales continúan hoy en día siendo una de las últimas fronteras del conocimiento. No en vano, solo cinco países han conseguido enviar sus batiscafos a explorar las fosas del pacífico, y lo mismo se sabe, muy poco en comparación con otras regiones del planeta, acerca de las dorsales oceánicas, alrededor de las cuales gira todo el modelo geológico de placas tectónicas. Están por tanto, muchas de esas incógnitas todavía envueltas en un muy sugerente halo de misterio.
…Que, a propósito, ¡se me olvidaba mencionar otro de los miedos más comunes de la gente! ¡El miedo horrendo a los terremotos! Tampoco es que sea de quitar el sueño, pero curiosamente nadie piensa en que nada parecido pueda sucederle, en su país, en su ciudad, hasta que un buen día la casa comienza a dar brincos.
En cualquier caso, el pasar por estos malos ratos de vez en cuando no es perjudicial en absoluto, e incluso a la larga se revela como algo indispensable para que la vida cobre un sentido y merezca la pena. Sin ellos, la lectura de esta que nos arrojaría un medidor virtual, sería equiparable a la de un encefalograma plano.
Como dice Roy Batty, en Blade Runner, en este video que generosamente patrocinó la "desaparecida" marca de cintas TDK, intentando convencernos de lo importante que es conservar nuestros recuerdos (a ser posible en soporte magnético), y que se coronó en una de las obras maestras del séptimo arte: “Es toda una experiencia vivir con miedo”

Perdón. Este era el video. Un lapsus.