sábado, 20 de agosto de 2011

Tentar a la suerte


Hubo un tiempo en que ver ganar a algún español en alguna disciplina deportiva era tan raro como encontrarse a un barrendero en la revista Forbes.
Épocas en las que el orgullo patrio malamente podía sacar pecho al respecto, y en las que la búsqueda de figuras a quienes encomendar la salvación de la honrilla, requería el bucear en las clasificaciones más allá de los puestos décimo y sucesivos.
Tarea sobrehumana, que más que serle asignada a los profesionales del periodismo, casi pedía ser considerada misión del SETI.
No en vano, para que sonara el “Chinda” (o también conocido en otros ámbitos como “Marcha Real”), sin que llevase aparejado mensajes navideños, o ceremoniosos discursos de soporífera marroquinería verbal, era precisa la intermediación de alguna que otra instancia ultramundana. Y siempre con el riesgo asociado, inevitable, por más que se pusiese el grito en el cielo, de que algún coro de angelotes culés lo abucheara.

Pero un buen día todo esto dio un giro radical y el milagro de los panes y los peces se asomó a la hasta entonces magra cosecha de éxitos del deporte nacional.
Unos dirán que fue el plan ADO, y los millones invertidos en los centros de alto rendimiento, todo ello con motivo de las olimpiadas de Barcelona, mientras que otros simplemente han preferido atribuírselo a la subida del nivel de vida de la ciudadanía, cual si fuese lo uno consecuencia indisociable de lo otro.
Y lo cierto es que ambas corrientes de opinión, muy posiblemente, tengan su buena parte de razón.
Fue tal vez entonces que los políticos descubrieron el tremendo potencial del deporte como medio de aparecer en público en actitud rampante, fotografiándose al lado de los héroes e ídolos, los nuevos conquistadores de El Dorado, a los que las masas parecían venerar.
Las partidas presupuestarias se inflaron, con el beneplácito general, y todos nos aficionamos a ver lucirse a los nuestros en lo más alto del podium. Allá por el ancho mundo, desde el cabo de Hornos hasta las islas Aleutianas, pasando por las altiplanicies del Indukush, siempre había un oriundo de la piel de toro disputándole los laureles a algún que otro yanqui, franchute, a la pérfida Albión, o tanto da, al malencarado guiri de turno.
Así, hasta que de pronto, los títulos, campeonatos, grandes premios y demás torneos en liza, comenzaron a no caber en los armarios. Los tours, winbledons, roland garros, mundiales de balonmano, baloncesto, waterpolo, e incluso el, siempre reducido al rol de comparsa, atletismo femenino, se sumaban al flujo incesante de medallas y trofeos. Los fabricantes de peanas y vitrinas, entretanto, frotándose las manos. Con la pica permanentemente puesta en Flandes.

Nuestros compatriotas se subían a lo más alto del cajón, y los locutores enloquecían cantando sus gestas. Atrás quedaban las voces pesimistas que una y otra vez despedían a nuestros combinados nacionales con sus lánguidos responsos, mezcla de ancestrales complejos de inferioridad y machadiana nostalgia de inflorescencias pasadas.
Las pinturas negras de Goya habían dejado paso a la jovialidad y desenfado de los monigotes de Mariscal. Ganar ya no era materia de épicos ensayos periodísticos, más apropiados para las derrotas en el último suspiro y de penalti injusto, sino cuestión susceptible de ventilarse con un titular a pie de página. Nadal ha vuelto a adjudicarse el Masters. Contador destroza de nuevo a sus rivales en el Peyresourde. Quinto título europeo de la temporada para el Colchones La Jijonenca… Por poner un ejemplo.
Tal era la cosa, que los ensoberbecidos jerarcas del deporte, secretarios de estado y hasta presidentes de clubs, aún siendo más que clubs, ya no se conformaban con sus en absoluto modestos despachos y tribunas. Aspiraban a cargos políticos de relumbrón, los grandes horizontes les tentaban. Pasar a la posteridad como padres fundadores de nuevas patrias y nuevos ciclos históricos, estaba ahí, a tiro de piedra. Sus citas dejarían de ser portada del Marca, para pasar a inscribirse con letras de oro en el frontispicio de la Academia Universal del Saber Absoluto.
Y no debería sorprendernos que al final las tornas hubieran tomado este camino. El mismísimo Führer sabía lo que se hacía, el importante paso que daba, cuando organizó las olimpiadas de 1936 de Berlín por todo lo alto, sin escatimar en pañolería y guirnaldas, miles y miles de metros cuadrados de tela lustrosamente decorada con la cruz gamada. Por más que luego, un tal Jesse Owens, de aspecto general poco afín al estándar preestablecido de la raza superior, se acabase llevando el gato al agua, y poniendo de los nervios al del bigotito.
Es pues, por tanto, que sobraban precedentes en la historia de los cuales sacar una conclusión reveladora y así, poder estar sobre aviso. Pero el ser humano es un espécimen tozudo, abonado a tropezar con la misma piedra una y cuantas veces hagan falta. Negado a la hora de advertir los peligros que se le ciernen, máxime cuando se le presentan envueltos en papel de regalo y espolvoreados con purpurina.

El tamaño de la burbuja era tal que, espoleada por el estallido violento de su equivalente inmobiliaria, pedía ya a gritos saltar por los aires.
Demasiado ladrillo, y demasiados triunfos que asimilar para un país que, no hace tanto, mojaba el pan en la sombra de los huevos fritos. No nos podíamos permitir tanto fasto, y tanto descorchar botellas de Moet y Chandon, y lo sabíamos, pero el crudo retorno a la jarra de tinto con gaseosa, se nos antojaba demasiada penitencia.
Tuvieron pues que ser los franceses - nuestros viejos amigos del alma, los franceses - los que hartos ya de tanta rojigualda y tanto toro de Osborne dando colorido a los Campos Eliseos, cual si de la Maestranza en plena feria de Abril se tratara, se decidieran por fin a destapar el pastel.
Un pequeño puñado de picogramos de clembuterol en la sangre del escalador y contrarrelojista de Pinto, se convertía así en la primera vía de agua en el casco del, hasta entonces, insumergible Titanic.
La armada invencible comenzaba ya a percibir, para su desazón, un incómodo vientecillo de poniente soplar con insistencia en las jarcias de sotavento.
Así las cosas, alguien en las más altas esferas del poder, intuyó que el castillo de naipes se podía venir abajo y dio la voz de alarma.
Era necesario practicar una cura de urgencia para detener aquella incipiente gangrena, y la única solución viable parecía ser la de una amputación local y controlada. Se hacía preciso pues un acto de purificación en el ara de los sacrificios.
Y dado que hasta el último mono, masajistas y utileros, estaba pringado por aquella pestilencia, la cuestión era dilucidar donde y cómo meter el bisturí de forma que el daño fuera menor.
Se reducía todo pues a una decisión sobre qué o quién podría ser o no considerado un órgano vital dentro del gran cuerpo enfermo del deporte español.
Pero nadie quería ser el miembro sajado, y sin embargo, Marta Domínguez, la tantas veces encumbrada depositaria del tesón y el coraje numantinos, había ya sido la elegida para el martirio de la cruz. Su expiación, lejos de ser voluntaria, podría aún así salvar de las llamas del Averno al resto de pecadores.
Pero la brava palentina, fiel a su estilo, se resistía a morir sin ofrecer lucha. Sabía que estaba siendo cabeza de turco, y no dudó en soltarse de la lengua.
Detrás de ella había una red muy extensa. Muchos, demasiados implicados, en una trama de la cual no se veía principio ni fin.
Y tirando del hilo, se sacaba el ovillo. Un ovillo que, fácilmente, pudiera habernos obligado a devolverle al señor Blatter, con o sin el certificado de adquisición todavía en garantía, la copa mundial de la FIFA.
Fue entonces que todo el proceso misteriosamente se ralentizó, se embarulló, y finalmente entró en una vía muerta.
Desde el mismo lugar en que se prendió la llama de lo que, se pensaba sólo sería la cremación de tres o cuatro ninots, con la fallera mayor abandonada al escarnio público, saltó el dispositivo antiincendios. Y con las mismas, alguien (de los de dentro) corrió extintor en mano a sofocar un fuego que, de dejarlo a su aire, amenazaba con convertirse en cataclismo planetario.
El prestigio del deporte hispánico, y el buen nombre en general de nuestra patria, bien podrían haberse transfigurado en la Roma de Nerón.
A lo cual, el dignatario en cuestión, la deidad del mechero en una mano y el extintor en la otra - otro señor X más que añadir a la lista - resolvió otorgar un indulto general, y que todos fueran felices y comieran perdices, o en su defecto, faisanes. Limpios de mácula y de conciencia, por el expeditivo método del tirón de cadena.

Si bien a partir de entonces ya nada volvió a ser igual. Donde antes nuestros bravos guerreros ganaban sin oposición, ahora la pelea se evidenciaba más tosca y farragosa. Incomprensiblemente las pelotas se iban fuera donde antes caían dentro, y las rampas alpinas antaño repletas de orgullosos aficionados se transformaban en escenario, otra vez, de épicos dramas abocados al ceño fruncido, la lágrima y el quejío.
El duende, el embrujo, se había evaporado. La España victoriosa, en la que nunca se ponía el Sol, desandaba una vez más su camino de gloria, y enfilaba las turbulentas aguas de los mares del olvido, en cuyas profundidades abisales, y con cuya fauna mitológica, habíamos perdido ya la costumbre de relacionarnos.
Y la cosa, al igual que la crisis económica, seguirá aún, por algún tiempo, sin haber tocado fondo. Que será en Londres 2012 cuando se pueda comprobar más fehacientemente la anemia de resultados, y sobre todo de valores, en la que nuestro país se ha quedado instalado. Anemia, deportivamente hablando, y por qué no decirlo, en todos los demás órdenes de la vida.
Dicen por ahí, que lo peor que le puede pasar a un tonto no es jamás haber tenido éxito, sino haberlo tenido alguna vez.
Y no quiero con ello afirmar que seamos tontos, ni nada que se le parezca, pero que nuestro porvenir esté, hoy por hoy, en manos de la ruleta de los mercados, dice bastante poco de nuestro carácter, en conjunto, como nación.
Tierra de ociosos, de flojos, de bandoleros, de charlatanes, de profesionales del timo y de la chapuza.

Ahora que se nos ha caído la careta, con nuestra generación de reemplazo de algarada en algarada, polarizada en extremo y peligrosamente pasada de revoluciones, absurdamente sobrepreparada para un mundo donde el que no corre, vuela… ¡¡Ay, virgencita, ¿cuál es la suerte que nos espera?!!

Ilustración: El primo de Zumosol del Pulpo Paul devorando a sus padres.

domingo, 7 de agosto de 2011

Un mundo de color de rosa


Verdaderamente, mucho ha cambiado el papel de la mujer en la sociedad a lo largo de estos últimos años.
De hecho aún parece que fuera ayer cuando echaban por la televisión aquellos anuncios de electrodomésticos y detergentes, en los que las amas de casa rivalizaban entre sí por la blancura de la ropa o la exquisitez de un sofrito de alubias. Unas amas de casa, las de entonces, cuyo desempeño en la vida parecía estar unívocamente enfocado a la satisfacción de sus maridos.
No es que yo sea feminista, ni muchísimo menos. Uno tiene de hecho sus genes celtíberos en perfecto estado de uso, y ni es posible a estas alturas de la ciencia médica contemplar su extirpación, ni, para qué nos vamos a engañar, tampoco es que haya muchas ganas de hacerlo.
No obstante, es de ley reconocer que, aunque en este último cuarto de siglo se ha avanzado mucho, todavía no se les ha hecho justicia a las mujeres en lo que a sus talentos y capacidades se refiere, y que por tanto aún queda mucho camino por recorrer.

La consideración que la mujer ha tenido a lo largo de la historia ha sido, prácticamente sin excepción, la de un ser inferior. Muchas veces canjeable por vacas, cabras, ovejas, camellos, esto en función del valor que se le quisiera dar, y, por supuesto, sin apartarse nunca del dominio de las especies domesticadas por el hombre.
El número por ejemplo de mujeres ilustres de la Grecia clásica es desalentador, y tres cuartos de lo mismo se podría decir a propósito del Imperio romano. Dos intervalos del pasado a los que se suele glosar como precursores de lo que es nuestra cultura actual.
Es triste reconocerlo, pero aquellos sabios, a los que con el paso de los siglos casi se ha llegado a deificar, apenas daban oportunidades a sus hijas de seguir sus pasos. En sus templos y universidades, estas cumplirían como mucho con sus tradicionales faenas. Nada de grandes filósofas o astrónomas, ni matemáticas, ni oradoras. Fregar y barrer.
Y es que en el fondo, no importa el siglo en que vivamos, el que una hembra de la especie Homo Sapiens, ejercite sus neuronas, nunca ha estado bien visto. Es algo que se relaciona con el abandono de su misión primordial, la maternidad, y por tanto con una desviación del carácter.
Y desde luego, rara vez es la vez que la mujer ha podido liberarse del yugo machista, sin ser descalificada o castigada. Relegada a una posición secundaria por decreto divino. Una inferioridad sobre la que hasta algunos eruditos de la época llegaron a teorizar, como si en el fondo hubiese una base lógica en la que apoyarse.
Esforzándose siempre el hombre por hacer de su compañera un sucedáneo de sí mismo, una versión adaptada a las necesidades del momento, poco menos que su edición de bolsillo.
Y es que, se mire por donde se mire, al hombre siempre le ha gustado situarse un peldaño por encima de la mujer.
Echando mano, como de costumbre, de cualquier argumentación, unas más peregrinas que otras, con tal de justificarlo.
Que, por cierto, esto me trae a la memoria, a aquellas criaturas bidimensionales en las que Carl Sagan se apoyaba para explicar la existencia de una hipotética cuarta dimensión. La dificultad que para nosotros supone comprender la naturaleza de una dimensión superior, apenas se diferenciaría de la de esos seres bidimensionales, ideados por él, para con respecto a la tercera. Meros objetos planos, provistos únicamente de largo y ancho, para los que la altura sería poco más o menos que una ilusión sobrenatural.
Criaturas circulares, cuadradas, triangulares, rectangulares que entraban y salían de recintos cerrados en medio de un universo plano, y que sí, también se relacionaban con otras criaturas tridimensionales, pero, naturalmente, sin jamás llegar a percibir en ellas esta cualidad. Eternamente sometidas a tan desventajosa, y frustrante, disparidad.
Eso sí, paralelismos al margen, lo que está claro es que para el hombre la mujer es un ser tridimensional cuando le conviene.
No hay más que verlas trabajando como mulas, y encima cargadas de críos, en cualquier país de esos, infestados de moscas, y en los que todavía se come con los dedos, mientras que sus maridos, grandes eminencias locales, deliberan en las plazas del poblado sobre lo inspirado de tal o cual versículo sagrado.
Es casi una regla de oro de la geografía mundial. Imprescindible para ubicar correctamente el subdesarrollo, la desnutrición, el atraso, las enfermedades contagiosas, el SIDA, el analfabetismo, la corrupción, el fanatismo religioso, la destrucción salvaje del medio natural o las guerras.
De todas formas, pensar que no existe un correlato aproximado con lo que sucede en nuestras sociedades occidentales, sería pecar de optimistas en exceso.
Porque puede que sea cierto que muchas mujeres han sido promocionadas a cargos relevantes a lo largo de las últimas dos décadas, por lo menos en lo que concierne a nuestro país, pero dichas atribuciones nunca han dejado de ser más aparentes que reales.
Los verdaderos resortes del poder, tanto del poder económico, como militar, judicial o de los medios de comunicación, siguen estando a buen recaudo bajo las garras del gran lomo plateado de las cumbres neblinosas.
Propiedad inalienable del eterno macho alfa, dominador y paternalista, que en pleno mediodía del movimiento feminista ha preferido guarecerse bajo las sombras, en espera de ocasión más propicia para abalanzarse sobre sus presas.
Quizás la única conquista tangible haya sido, si bien, esta de obligarle a retirarse un poco a un segundo plano de la escena pública, y fundamentalmente a reprimir su voraz apetito, disimulándolo con gran pesar y acopio de determinación.
O al menos, así es hasta que salta a la palestra algún DSK, il Cavaliere, o regidor vallisoletano, cuando no porriñés, y reivindica para el género masculino, hijo de la luz y de la razón, su papel central, el de toda la vida, en el libre manejo de las personas y los bienes. Así como, por descontado, todas las demás prebendas patriarcales con que el omnisciente, el unigénito, el inefable de turno, varón él también, tuvo a bien, allá por los días felices del paraíso, otorgarle en usufructo.
¿Y total para qué? Para a fuerza de más y más conflictos bélicos, sobreexplotación de recursos, urbanismo descontrolado, fugas radiactivas, accidentes medioambientales y vertido de residuos tóxicos, dejar el mundo hecho una leonera.
La ley del más fuerte, del más grande, del más multimillonario, nos lleva derechitos al basurero. Supongo que ya es tiempo de dirigirle la mirada a otra manera de hacer las cosas.