martes, 14 de abril de 2020

Mitos resesos del cine


Nunca es buen momento para irse al otro barrio. De joven porque quedan muchas cosas por hacer, y de viejo, porque uno quiere disfrutar de lo hecho.
Antes, sin embargo, había una moda en Hollywood de que las superestrellas de la gran pantalla, solo podían verdaderamente considerarse como tales, si pasaban por el tanatorio.
Para imprimir tus manos en el paseo de la fama, era condición casi inexcusable adjuntar tu propio certificado de defunción.
Aunque en este particular, el qué y el cómo, tenían también mucho que decir. No era lo mismo suicidarse con pastillas para dormir, generalmente reservado a las féminas, que estrellarse a gran velocidad con un coche deportivo, más típico de las necrológicas masculinas. Alterar este orden, en teoría, no daría los mismos resultados a efectos del glamour, pese a que en cualquier caso, fuera del ámbito estrictamente cinematográfico, hubo sobrados ejemplos de lo contrario.
Los disparos de un fanático, hambriento de compartir algo de la fama y gloria de su víctima, siempre tuvieron también mucho predicamento, hasta la irrupción de los vehículos blindados. ¿Qué sería de Lee Harvey Oswald o Alí Agca en estos tiempos insulsos del kevlar y los inhibidores de frecuencias? Unos completos don nadies.
Si necesitaran imperiosamente saciar su sed de matar habrían de hacerlo en colegios e institutos, o recintos públicos a cielo abierto, cargándose a gente igual de anónima que ellos. Su hambre de posteridad, su principal aspiración, jamás se vería satisfecha.
El caso es que aquellas épocas en las que Elvis o Manolete, se quedaban en la memoria de las personas, incluso saltando la barreras de las generaciones, parecen definitivamente enterradas.
Incluso vemos a ancianos que acuden a programas de televisión poseídos de afanes netamente juveniles, en busca de amores crepusculares que no son tales, y que nos confirman que las ganas de vivir, a todo trapo, y de hacer el ridículo para ello si es preciso, no menguan con la edad.
Los ídolos de antaño, instalados en la eterna lozanía, han terminado por tanto, y sin embargo, envejeciendo ante nuestros ojos. Olvidados por un mundo moderno cada vez más enganchado a las cifras ascendentes de la esperanza de vida, por muy cutre y plebeyo que, esta desmemoria, le parezca a la fábrica de los sueños, o sin ir más lejos, al coronavirus.

martes, 31 de marzo de 2020

Quarantena per tutti


El mundo convertido en una leprosería, así como suena.
Pensábamos que algunas cosas de las que leíamos en las novelas, los libros de historia, o más recientemente en la Wikipedia, ya nunca nos iban a suceder a nosotros por antiguas, por trasnochadas, por antediluvianas, pero ya ve usted que no.

Y en cierto modo algunos seguimos siendo lo bastante modernos para no entender nada de nada de lo que está pasando, hasta el punto incluso de albergar la tentación de no creérnoslo. Pero lo que uno crea o no es una cosa, y la realidad es otra. Eso siempre.

Con todo, el mayor miedo de muchos, fundamentalmente los que no somos considerados grupo de riesgo, o víctimas potenciales del celebérrimo coronavirus, aparte, por supuesto, de no convertirnos en vectores infecciosos de nuestros seres queridos, es el día después. El cómo quedarán nuestras vidas y haciendas, nuestra añorada rutina - nunca pensé que diría tal cosa - tras tantos y tantos días de asueto indeliberado.

Y sin embargo, hoy ha amanecido un día como cualquier otro. La primavera se abre paso por entre los resquicios que le brinda el encierro, y las ganas de vivir, y de divertirse, y de hacer las cosas bien, y de soñar con tiempos mejores, en absoluto se han visto mermadas.

Tiempos en los que un microorganismo terrorista no pueda circular libremente por el mundo, creando el caos a su antojo, cuando por contra, miles y miles de personas, huyendo de otras calamidades parecidas, e incluso peores, se quedan atrapadas en auténticos vertederos humanos, de los que nadie quiere oír hablar ni mucho menos aún hacerse cargo.

Irónicamente, hoy nuestro planeta es un gigantesco campo de refugiados, que sin llegar del todo a ser lo mismo, nos genera incertidumbre, confusión, y no poca angustia.
Quizás esta pestilencia de los tiempos modernos, nos lleve en un futuro a ser más solidarios, como ya se está viendo con respecto a ciertos, tampoco excesivos, detalles esperanzadores. Aunque tal vez sean sólo espejismos, y tras la tempestad vuelva la clama, y la relajación de las conciencias.

Por ello que, ahora que el tedio impone su ley, y nos sobra el tiempo para ocuparlo con insulsas tareas presentes, quizás fuera buena idea proponernos la emocionante tarea futura de arreglar el mundo, no para devolverlo a lo que nos quitó el coronavirus, sino, con ese mismo impulso, aprovechando para mejorarlo un poquito más.
Si acaso, pongámonos alegremente utópicos, erradicando también guerras, hambrunas, contaminación, racismo, y en general, injusticias varias. No olvidando aquellos días en que entre todos nos unimos para vencer a uno de los peores enemigos de la humanidad, no el único, ni el más enconado.
Ojalá salgamos de este lazareto global restablecidos, más fuertes, renovados, respirando a pleno pulmón, pero no inmunes a esos otros muchos problemas de nuestro tiempo, que si quisiéramos - si de verdad quisiéramos - también podríamos resolver.

jueves, 23 de enero de 2020

En las antípodas