miércoles, 30 de mayo de 2012

Entre lo trágico y lo imbécil



Cuanto más maduro (viejo) me hago, mayor es mi fascinación por esa época de mi vida que fue la adolescencia.
Si la adolescencia. El momento en el que uno es consciente del sentido que llevará su existencia, de si se la pasará remando a favor o a contracorriente.
Por eso muchas veces pienso que la plenitud del ser humano no se alcanza en la edad adulta como a veces erróneamente - a mi entender, ya digo - se suele afirmar, sino en la pubertad.
Al fin y al cabo todo lo que viene después es infinitamente menos divertido, menos dramático, y menos disparatado. Un rollo, vamos.
Y es que donde estén los sueños, que se quiten las realidades. O, bueno, quizás, no, pero desde luego que poéticamente todo da mucho más juego cuando va aderezado de acné y ortodoncias.
Ese primer hacer, o querer hacer, todo lo prohibido…Con mejor o peor fortuna, eso sí, pero en todo momento sumido en un permanente estado de pánico…
Es una película de terror, en la que al final, acaba cayendo en su propia trampa el perturbado de la motosierra, al que da muerte el prota, que viene a ser el hombre hecho y derecho. Papeles ambos, que curiosamente, encarna uno mismo.
Es decir, una cosa totalmente previsible y archisabida.

Yo sigo pues prefiriendo la emoción, el suspense, el no saber si a la escena siguiente serás tú también un zombi más, o si salvarás el pellejo in extremis, conducido a un nirvana de recuerdos imborrables e irrepetibles.
Ni lo dudéis por un momento, las de la pubertad son las vivencias a las que primero se retranquea el alma humana cuando ataca el Alzheimer.

Lo dicho, donde esté la adolescencia que se quite todo lo demás.
Vivir a toda orquesta, pedal pisado a fondo, en la frontera, en la delgada línea roja, entre lo trágico y lo imbécil… ¡Quién pudiera!
Privilegio de dioses.
¿No estáis de acuerdo?...
Mmmm… Me lo temía.