miércoles, 30 de junio de 2010

La fe de la hemorroísa


Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que los campeonatos de la copa del mundo eran acontecimientos legendarios. No tanto el espectáculo televisivo en que han devenido hoy en día, sino batallas épicas, con una trascendencia memorable en el destino de las naciones.
Afrentas en la forma de penaltis no pitados, goles fantasma, o manos de dioses, eran inmediatamente anotadas en los márgenes de los libros de historia, así como si fuesen el corolario a guerras, genocidios, odios ancestrales y demás.
Pero como ya he dicho, en estos últimos tiempos, esto ha ido quedando un poco deslucido por la absolutamente abrumadora cobertura mediática.
Demasiada atención, excesivos pares de ojos sincronizados, desesperadamente pendientes de cada singular momento de la acción. Una acción, un relámpago, en el cual el globo terráqueo bien pudiera dejar de rotar, en el cual las leyes de la física se curvaran, en el cual el sol pudiera detenerse en su recorrido a lo largo de la bóveda celeste.
Y sólo para poder decir “Yo estaba allí”, “Yo lo presencié”.
Mas eso no termina de ocurrir.

La gente a menudo dice que el fútbol tiene una cierta dosis de inmoralidad por cuanto que obstruye las vías de la inteligencia, actuando a modo de anestesia hacia los problemas de la vida real.
Probablemente la cuestión radique en si esto es bueno o es malo. Y eso, como siempre, pivotará en torno al punto de vista del interesado.
Un punto de vista que, en cualquier caso, únicamente se verá condicionado por algo tan simple como si te gusta el fútbol o no.
Así de sencillo.
¿Disfrutas viendo un puntito redondo y blanquecino moviéndose arriba y abajo, adelante y atrás, no mucho más allá de los límites que un rectángulo verde le impone?
¿Sí?
¡Aleluya!
Tu fe te ha salvado.