domingo, 7 de febrero de 2010

Minuto de Gloria


Según me han comentado últimamente, no a través de un teclado, sino de palabra, hay algo de lo que este blog carece (entre otras muchas cosas), y ese algo es lo que daríamos en llamar una “línea editorial”.
Ciertamente es un defecto grave, sobre todo cuando se quiere alcanzar una masa crítica y/o fidelizar a un público de estamento mediano/alto. Yo, personalmente, no me doy cuenta de que esto suceda, porque en realidad a lo que me dedico es simplemente a verter opiniones, por muy cascabeleras que sean, y no me ando preocupando de si anteayer dije lo contrario, o de si repetí la expresión “equis” tantas veces, de forma que vaya ya camino de convertirse en muletilla.
Bien. Dicho esto, aclararé en primer término, que no es cierto que Fulandrú (como le llama mi madre al blog) sea un batiburrillo de frases y párrafos, a cada cual más inconexo, en los que lo que prima es la verborrea, y que bajo su apariencia repensada y erudita se oculte una inteligencia con menos resuello que la espuma de la gaseosa.
Segundo, el que algunos posts sean más sensibles que otros, más considerados, más ciudadanos responsables, etc… se debe única y exclusivamente a la disponibilidad de liquidez inspiradora, y no como otros prefieren creer, a que los altibajos de mi estado de ánimo hagan tambalearse los sólidos cimientos de mi discurso.
No obstante he de reconocer en que hay temas en los que el grado de tolerancia es amplio. No se trata de demostrar ser capaz de defender una cosa y la contraria, ambas de manera creíble. Para eso ya están los políticos. Si bien, a veces, y eso nadie me lo podrá negar, la propia opinión resueltamente cambia, o se modula, en función de a quien va dirigida, y del efecto que pueda producir en nuestro auditorio.
Todos practicamos la ventriloquia y somos un poco veletas cuando arrecia la tramontana.
Y todos, eso sí, guardamos al menos para nosotros temas, temillas o temazos para con los cuales sí nos permitimos ser inflexibles, intolerantes y cabestros, a machamartillo y a jornada completa.
Uno de estos, en mi caso, es el del respeto al medio ambiente.
En efecto, si hay algo que no soporto, es el ritmo de destrucción de la naturaleza al que se ha apuntado la civilización actual. Y me enfurruncho todavía más, cuando contempló paripés como el de la convención de Copenhague, donde todas las partes implicadas acudieron en plan reservón, y más pendientes de no perder cuota para sus malos humos, que de atajar su insidioso problema de gases.
Evidentemente, yo no voy a meterme en el banquete de gala de los reyes y jefes de estado de medio mundo, a hacer bufonadas para que la crème de la crème se fije en mí, y diga, ¡Oh, nuestra conciencia, pobrecita, nos habíamos olvidado de invitarla… Decirle a Fermín que mire a ver si ha sobrado algo de caviar y se lo hacéis mandar a la suite “Alcatraz” del Hilton! Creo que no se consigue nada ni con eso, ni poniéndose todo quisque en bolas a retozar los unos con los otros, embadurnados en salsa de tomate, para denunciar las salvajadas que se cometen con los cachorros de foca.
Mientras la defensa de nuestro patrimonio común, que son los ecosistemas vivos a los que tan estrechamente estamos ligados, siga llevándose a cabo de la misma guisa que las novatadas de un colegio mayor, nuestras posibilidades de frenar la conversión del planeta en una barriada sucia y mugrienta del sistema solar, no pasarán del suspenso.
Por desgracia, además, ahora parece ser que le toca también su turno a la Luna, y que a alguien se le ha ocurrido que, como emplazamiento para futuros cementerios nucleares, no tiene precio… (¿Qué le dan de comer a esa gente?)
No, si a la postre, parecerá que vale más dejarse llevar por el cinismo al uso.
A fin de cuentas, la Tierra ha existido durante millones de años. ¿Para qué nos vamos a preocupar de paranoias catastrofistas? En cinco milenios que llevamos aquí no se puede ir todo al garete, porque sí, de un plumazo. Aparte de que sólo hemos contaminado realmente en estos dos últimos siglos, y que los efectos son tan pequeños, que al menos hasta que pasen un par de décadas no se apreciarán sus consecuencias. Además - ¡qué rayos! - la vida son cuatro días, y ni siquiera nos dejan disfrutar de una hora de tranquilidad… ¡Aprovechemos nuestro minuto de gloria!