domingo, 15 de febrero de 2009

Il giorno dell'amore (due)


No me gusta dedicarle un post a esto de San Valentín, con sus cajas de bombones, sortijas de brillantes, ramos de rosas rojas y demás demostraciones de, las más de las veces, puro convencionalismo y farsa almibarada. Y menos aún en estos tiempos de consumismo pachucho y en los que el merchandising está tan necesitado, valga la expresión, de gestos de ternura y apoyo. Casi era lo más adecuado dejar que se pudriera tirado en una esquina.
No obstante lo voy a hacer, y lo haré por la sencilla razón de que, hacerlo, me parece la mejor receta para eludir el sentimiento de responsabilidad, culpa y superstición que me produciría el no hacerlo. Yo me entiendo.
A ello, pues.
Se ha dicho por activa y por pasiva que Paris es la ciudad de los enamorados, y sin embargo yo tengo mi propia opinión al respecto. Para mi la capital del amor es sin duda Venecia. Un lugar lleno hasta la bandera de obras maestras del arte (estas en su expresión más excelsa), y que, como contrapunto trágico, día sí, día también, sobrevive a la amenaza permanente de verse sumergido en un pantano mugriento y hediondo… ¡Admitámoslo, eso es la cumbre máxima del romanticismo!
Mi opinión, por otra parte, bien pudiera catalogarse de cualificada. No en vano, hablar del amor es relativamente sencillo para un escritor con vocación de poeta, o viceversa, para un poeta con vocación de escritor. Lo realmente complicado es abstenerse de hacerlo. Y es que en cuestiones amorosas, sentimentales y no tan sentimentales, el elemento verdaderamente difícil de manejar es el de la abstinencia.
De hecho, el propio santo elegido para onomástica, San Valentín, ya da una idea muy aproximada de lo que se requiere en este juego de pasiones, que es al fin y al cabo el tira y afloja del amor.
Según parece el individuo este, Valentín para los amigos, era un mártir que aguantó carros y carretas, lo que se dice los brutales tormentos de la época, que no eran precisamente chiquilladas, antes de renegar de su fe. He aquí pues, a mi entender, las dos claves que explicarían el fenómeno amoroso.
Uno, la atracción por lo desconocido, y las necesarias dosis de riesgo que ello comporta, tanto físico como psicológico; y dos, el grado de fidelidad a una situación ideal, o de obcecación, que cada cual elija el término que mejor le parezca, que es lo que, paradójicamente, suele conducir a las relaciones hacia su propia autodestrucción (o situación más comúnmente conocida con el nombre técnico de desengaño).
El amor tiene muchas intensidades diferentes, y, entre lo poco o lo mucho, siempre se halla el gradiente de lo carnal. Digamos que este último aspecto se podría comparar a una intervención quirúrgica, la cual dependiendo del área del cuerpo afectada y el tiempo bajo los efectos de la anestesia, tiene mejor o peor pronóstico.
Si bien, por fortuna, nada en materia de amores es incurable o produce daños irreparables. E incluso es otra más de las tantas y tantas cosas que el dinero puede solventar cómodamente. Abonando la cuota correspondiente, uno puede incluso obtener la anulación de su matrimonio por vía sacra, en lo que podría ser considerada la fórmula más hipócrita de recto proceder jamás concebida.
Pero no seamos negativos. El amor requiere de una gran voluntad de mejora, y optimismo a espuertas.
Hemos pues de dejar a un lado complejos absurdos y ser como San Valentín, “valentines”, y no “cobardines”, y perdón por el chiste fácil.
Toda vida presente sobre la Tierra, al fin y al cabo, es el resultado de un acto de amor y alberga por tanto, una hipoteca de turbio origen y con cláusulas de vencimiento insoslayables. Quiérase o no se quiera, estamos aquí de prestado. Como la ciudad que se hunde lentamente en el fango.
Enhorabuena pues, a aquellos de vosotros que hayáis podido encontrar los caudales entre los forros del colchón. Los que continúen en deuda con la vida, y en números rojos con el amor, ya saben que mientras tanto, no tendrán crédito en ninguna parte, ni disculpa que ofrecer.
Y una última apreciación. Si para ligar mucho se acepta generalmente que hay que ser muy inteligente emocionalmente, ¿qué término se podría aplicar entonces a los que no lo son? ¿Subnormales profundos emocionales? ¿Cabezas de chorlito insensibles? ¿Burros homologados?
Sí, son todos términos muy despectivos para con la condición de los célibes y desparejados, pero no olvidemos tampoco que tanto las ratas como las cucarachas, a juzgar por sus ratios de apareamiento, serían sin ir más lejos, y por esa misma regla de tres, quienes se hallarían en la cúspide absoluta de la Inteligencia Emocional.
Como se puede ver, el que no se consuela es por que no quiere.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

http://fomentaeltrueque.blogspot.com/

a ver que os parece

Anabel dijo...

bueno, bueno...y yo creía que me había pasado con mi Post dedicado a Cupido....;-)

Landahlauts dijo...

Me ha gustado la propuesta de que Venecia sea la capital del amor... y creo que lo merece más que París.

Que potito é el amó!!!

Merce dijo...

Lo difícil es entender la evolución del amor... el cómo cambia... ¿no? yo que sé, es amor, es incomprensible...

Breuil dijo...

El amor no existe, es el eufemismo para referirnos a placeres más banales...

Anabel dijo...

el amor tiene una valor encalculable...como los cafés en los campos Elíseos...así que París es la capital del amor!