La televisión, siempre la televisión.
Algunos vaticinaron en su día que internet se acabaría comiendo
a la televisión, a los periódicos, al celuloide, a la radio y, en general, a
todos los demás medios de comunicación. Una previsión que, lejos de verse
desmentida, poco a poco, y con la determinación de un “cavaor”, se ha ido
materializando. Uno por uno, pues, se ha ido merendando el espacio vital
primero del pastel cinematográfico, hollywoodiense y no tan hollywoodiense,
luego el de la prensa escrita, y finalmente a la música y el teatro, que han
sido, sin lugar a dudas, los peor parados.
¿Todos muertos (o lisiados de por vida)?...
No todos.
No, la televisión, el medio más voluble - en teoría, el de
caparazón más blando- ha acabado revelándose como el más resistente a la
debacle. Algo así como las cucarachas o las ratas con respecto a un holocausto
nuclear.
Su pobreza de contenidos, su cutrez consustancial, su
reptiliana capacidad para mudar de piel y seguir como si nada arrastrándose por
entre las inmundicias del turbio y cenagoso subsuelo emocional de la gente, han
sido claves para su supervivencia.
Nos encontramos pues ante una verdad dolorosa pero
incontrovertible. Esa pulsión descerebrada, ese hálito halitoso que anima de
vida a la caja tonta, y que la convierte en una fuente inagotable de energía
psicotrópica, es el motor de la vida intelectual, el gran tejedor y destejedor
de redes neuronales, en la aplastante mayoría de los miembros de la raza humana.
Es como las termitas. Toma su alimento, su materia prima, de
todo lo demás, lo que daríamos en llamar la cultura fósil, y, previo paso por
la minipimer, lo transforma en combustible ultraeficiente de fórmula uno.
Atrás quedan por tanto las consideraciones moralizadoras.
Que si es renovable, o si un fuego exterminador. Que si dilapida siglos de
conocimiento y sabiduría....
No puede haber pausas para la reflexión. El circo ha de
desarrollarse a toda la velocidad de la que sea capaz, y nada ni nadie puede
interponérsele.
Aceptando esta realidad, y renunciando a toda competencia,
llega entonces uno a plantearse la necesidad de saber, de conocer, los secretos
que han hecho fuerte a su antagonista.
¿Qué hace a la televisión ser la líder supremo, o mejor aún,
la “querido líder”, de la inteligencia emocional mundial?
Muy sencillo. Su permanente reducción al absurdo.
Sí, su fórmula es bien sencilla.
Todo lo que vomita la pantalla ha de llegar, en un momento u
otro, a un punto, en que el raciocinio, tal como legítimamente lo conocemos, es
decir, en su estado más puro y prístino, sea desafiado, vapuleado y, en última
instancia, arrodillado.
La bobada supina es la meta, y ha de prevalecer siempre.
Caiga quien caiga.
Es así que las mentes enfermas de los creativos de
televisión nunca descansarán, de hecho jamás lo hacen, mientras la humanidad
siga teniendo ese apetito desmedido, insaciable, no por el más difícil todavía,
sino por el disparate más difícilmente imaginable. Esto es, por la mamarrachada
de turno, elevada a la máxima potencia de la numerología zoroastriana, y
metamorfoseada en mariposa cervical.
Sí, señor. Eso exactamente. Y si se tercia, no escatimar en
las dosis de ketchup y mostaza.
Transgredir por el puro placer de transgredir. Sin un
propósito, sin un más allá…
Un día conseguirán convencernos de que el alma humana reside
en la vesícula biliar, y nosotros, tan felices.
¿Para qué queremos más?