Pronto el mundo funcionará solo y no necesitará más de los seres
humanos para nada. Las máquinas se encargarán ya por fin de hacerlo todo, y lo que es mejor,
de hacerlo todo bien.
Y todo gracias a la inteligencia artificial. Una inteligencia
zero. Cero errores.
Así, nosotros, más propensos a la equivocación, y en general
a la burricie, podremos también dejar nuestros trabajos, y quedarnos el día
entero en casa, haciendo, por ejemplo, cosas tan equivocadas y rematadamente
tontas como alimentar (de contenidos) un blog.
El caso es que a mí las cosas “zero” no me gustan demasiado.
Cero grasas, cero azúcares, cero alcohol… No hace mucho le quitaron un 50% de
azúcares a mis yogures favoritos, y desde entonces no los trago.
Imagino que ese 50% fue sustituido por algún otro
edulcorante sintético, de dudosa procedencia industrial y desconocidos efectos
adversos sobre la salud, pero en el fondo eso me hubiera dado lo mismo, si el
sabor no se hubiera visto tan alterado.
Puedo entender que se llegue un día a unas estadísticas de
tráfico con “zero” accidentes, a costa de sacrificar, como decía algún
anunciante de coches de gama alta, “el placer de conducir”, pero me resisto a que
un bot de una entidad financiera, con fines especulativos, haga operaciones de
alto riesgo, infinidad de ellas por segundo, con las contribuciones de mi
futura pensión.
Y es que por mucho que afinen el tiro, esas cosas las carga
el diablo.
Y, lo que es más grave, con todos estos “adelantos”, la
sensación es de que las personas cada vez importamos menos, e incluso que se
tolera peor nuestra propia personalidad, con todos nuestros defectos y
virtudes, por no hablar de las manías, vicios, y cabezonerías añadidas. Debilidades
tan humanas todas.
Sinceramente, prefiero un mundo en el que exista el derecho
a equivocarse. Aun cuando nuestra intención siga siendo, por supuesto, estar siempre
en lo correcto. Faltaría más.