Miedo, culpa y morbo, en dosis nada recomendables.
Hacer mofa de las desgracias ajenas es, desde luego, una actitud repugnante. En cualquier caso es una forma muy válida de expurgar los propios miedos. Máxime si como en este caso, las imágenes y las historias de las que hemos sido testigos, han conseguido, como pocas otras, ponernos los pelos de punta.
Yo, personalmente, he de confesar que he vivido estos diez días tras el terremoto, tsunami y accidente nuclear de Japón, que casi parece una promoción tres por uno de Bricotienda, preguntándome a mí mismo qué haría si, de pronto, a la tierra le diese por ponerse a bailar breakdance bajo mis pies, si a las aguas les entrase un apetito desmedido por adueñarse, mediante posesión diabólica, de mi coche, de mi casa, o de mi persona, o, todavía peor, si a alguna central nuclear de por ahí al lado, presa de un súbito retortijón, se le soltasen las tripas.
Y la conclusión a la que he llegado no es nada halagüeña. Es más, si tuviera que confeccionar una escala inspirada en la de Richter, acerca de cómo nos afectaría a nosotros un terremoto, y el nivel de protección con el que contamos, con Japón en el 10, y Haití en el 0, dudo mucho de que ni tan siquiera nos acercásemos al aprobado.
Destrucción y caos contemplados desde todos los ángulos (casi como en los Sanfermines)
Posiblemente, vosotros como yo, estéis a estas alturas ya un poco empachados de los vídeos del tsunami. Esos en los que las aguas del pacífico se dan el gran banquete con los bienes muebles e inmuebles de los habitantes de varios pueblos costeros, no dejando más que lodo y escombros a su paso. Por eso he decidido no enlazaros a ninguno.
Hay sin embargo otro, en el que se veía a los rascacielos de Tokio, auténticos mamotretos de acero y cemento, cimbrearse como ramitas de chopo mecidas por una leve brisa primaveral, que me los ha puesto en la garganta, y que no sé si encontraré por Internet, pero que en cuanto lo tenga, sí que os pondré el enlace. (Aquí)
Ciertamente esas imágenes dan la medida de la magnitud del suceso, y al mismo tiempo, de la capacidad de la ingeniería nipona.
Suena egoísta, pero Japón es el mejor sitio para que pasen estas cosas.
El japonés es de hecho un pueblo que destaca por su sentido del orden, y su dominio de la inteligencia práctica. Y en ello tal vez tenga mucho que ver esta lucha permanente en la que se ha visto inmerso, desde los albores de la civilización, contra las desobedientes y caprichosas fuerzas de la naturaleza.
Tal vez, el Kaizen, la mejora continua, filosofía de la que yo soy ferviente adepto, se originase en esa sensación permanente de no haber hecho lo suficiente, de no tener nunca el toro cogido por los cuernos, en lo que a su relación con el entorno se refiere.
Es de hecho, una fórmula tremendamente optimista, pese a que a veces pueda parecer justamente lo contrario, pues permite reponerse de cualquier revés, de cualquier situación traumática, con la misma naturalidad con la que esta tuvo lugar. Se acepta simplemente que la tragedia es posible, que el fracaso, el “soportar lo insoportable”, como dijo en su día el emperador Hirohito, cabe dentro de la ecuación, pero que la superación de la misma, y el ennoblecimiento del espíritu que conlleva, no sólo es capaz de enjugarla enseguida, sino incluso de sacarle provecho.
No me cabe duda, por tanto, de que a diferencia de Haití, y bien que lo siento por ellos, Japón conseguirá extraer de esta catástrofe nuevas lecciones para seguir prosperando, y para seguir dándonos sopa con ondas, tecnológicamente y, hasta me atrevería a decir que científicamente, al resto del mundo.
Cómo no, mis condolencias y respetos para con los dibujantes, artistas y blogueros japoneses.
No en vano, nuestra infancia, mi infancia, estuvo en gran parte influenciada por las creaciones japonesas: Marco, Heidi, Vicky el vikingo, Comando G, la abeja Maya, etc…
Y aunque ni Godzilla, ni Pokemon, ni el manga en general, han sido nunca santo de mi devoción, sí les reconozco el impacto que han tenido en la cultura universal.
No sé si recordaréis de hecho a aquellos siniestros personajes de Mazinger Z, el doctor Infierno, el barón Ashler y sus brutos mecánicos, que bien podrían haber estampado su rúbrica, de haberse tornado en reales, en los acontecimientos desastrosos de los reactores nucleares de Fukushima.
Bien que se echa de menos que las vasijas que contienen todo ese material radiactivo, ahora en plena ebullición, cual cazo de leche hirviendo, estuvieran recubiertas de aquella milagrosa aleación, el Japanium, de la que estaban construidos tanto el mítico Mazinger, como Afrodita A, aquel singular robot hembra que en lugar de ponerse implantes mamarios, se desprendía de ellos en la forma de proyectiles misilísticos.
Donativos (uséase, rascarse el bolsillo) para las víctimas.
Este es quizás el último punto que quisiera tratar. Evidentemente todo el mundo sabe que Japón es un país rico, y que no necesita tan desesperadamente la ayuda como en su día Haití, pero, en cualquier caso, toda aportación, aún cuando sea simbólica, serviría para mostrar nuestro afecto y solidaridad, en estos terribles momentos, a nuestros vecinos de la otra punta del globo. Un globo quebradizo, inestable y traicionero que, en su loca exhibición de mal genio, los ha zarandeado y arrastrado, literalmente, por el barro. Y ello aún cuando sólo actúe como apoyo moral, o cómo recordatorio para su propio gobierno de que, sean cuales sean las urgencias económicas del país, la prioridad absoluta debe ser el auxilio de sus conciudadanos.
Algo que también podría ser tenido un poco más en cuenta por estos lares, no es por nada….
El caso es que, como hemos comprobado, el mundo puede ser un lugar cruel, algo que sin falta nos recuerdan los suicidas al despedirse de él, pero nosotros no podemos permitírnoslo. Nuestra relación con la naturaleza, y sobre todo con la naturaleza humana, aún pueden ser mejoradas. Es solo cuestión de aplicar sin complejos el Kaizen.
Yo, personalmente, he de confesar que he vivido estos diez días tras el terremoto, tsunami y accidente nuclear de Japón, que casi parece una promoción tres por uno de Bricotienda, preguntándome a mí mismo qué haría si, de pronto, a la tierra le diese por ponerse a bailar breakdance bajo mis pies, si a las aguas les entrase un apetito desmedido por adueñarse, mediante posesión diabólica, de mi coche, de mi casa, o de mi persona, o, todavía peor, si a alguna central nuclear de por ahí al lado, presa de un súbito retortijón, se le soltasen las tripas.
Y la conclusión a la que he llegado no es nada halagüeña. Es más, si tuviera que confeccionar una escala inspirada en la de Richter, acerca de cómo nos afectaría a nosotros un terremoto, y el nivel de protección con el que contamos, con Japón en el 10, y Haití en el 0, dudo mucho de que ni tan siquiera nos acercásemos al aprobado.
Destrucción y caos contemplados desde todos los ángulos (casi como en los Sanfermines)
Posiblemente, vosotros como yo, estéis a estas alturas ya un poco empachados de los vídeos del tsunami. Esos en los que las aguas del pacífico se dan el gran banquete con los bienes muebles e inmuebles de los habitantes de varios pueblos costeros, no dejando más que lodo y escombros a su paso. Por eso he decidido no enlazaros a ninguno.
Hay sin embargo otro, en el que se veía a los rascacielos de Tokio, auténticos mamotretos de acero y cemento, cimbrearse como ramitas de chopo mecidas por una leve brisa primaveral, que me los ha puesto en la garganta, y que no sé si encontraré por Internet, pero que en cuanto lo tenga, sí que os pondré el enlace. (Aquí)
Ciertamente esas imágenes dan la medida de la magnitud del suceso, y al mismo tiempo, de la capacidad de la ingeniería nipona.
Suena egoísta, pero Japón es el mejor sitio para que pasen estas cosas.
El japonés es de hecho un pueblo que destaca por su sentido del orden, y su dominio de la inteligencia práctica. Y en ello tal vez tenga mucho que ver esta lucha permanente en la que se ha visto inmerso, desde los albores de la civilización, contra las desobedientes y caprichosas fuerzas de la naturaleza.
Tal vez, el Kaizen, la mejora continua, filosofía de la que yo soy ferviente adepto, se originase en esa sensación permanente de no haber hecho lo suficiente, de no tener nunca el toro cogido por los cuernos, en lo que a su relación con el entorno se refiere.
Es de hecho, una fórmula tremendamente optimista, pese a que a veces pueda parecer justamente lo contrario, pues permite reponerse de cualquier revés, de cualquier situación traumática, con la misma naturalidad con la que esta tuvo lugar. Se acepta simplemente que la tragedia es posible, que el fracaso, el “soportar lo insoportable”, como dijo en su día el emperador Hirohito, cabe dentro de la ecuación, pero que la superación de la misma, y el ennoblecimiento del espíritu que conlleva, no sólo es capaz de enjugarla enseguida, sino incluso de sacarle provecho.
No me cabe duda, por tanto, de que a diferencia de Haití, y bien que lo siento por ellos, Japón conseguirá extraer de esta catástrofe nuevas lecciones para seguir prosperando, y para seguir dándonos sopa con ondas, tecnológicamente y, hasta me atrevería a decir que científicamente, al resto del mundo.
Cómo no, mis condolencias y respetos para con los dibujantes, artistas y blogueros japoneses.
No en vano, nuestra infancia, mi infancia, estuvo en gran parte influenciada por las creaciones japonesas: Marco, Heidi, Vicky el vikingo, Comando G, la abeja Maya, etc…
Y aunque ni Godzilla, ni Pokemon, ni el manga en general, han sido nunca santo de mi devoción, sí les reconozco el impacto que han tenido en la cultura universal.
No sé si recordaréis de hecho a aquellos siniestros personajes de Mazinger Z, el doctor Infierno, el barón Ashler y sus brutos mecánicos, que bien podrían haber estampado su rúbrica, de haberse tornado en reales, en los acontecimientos desastrosos de los reactores nucleares de Fukushima.
Bien que se echa de menos que las vasijas que contienen todo ese material radiactivo, ahora en plena ebullición, cual cazo de leche hirviendo, estuvieran recubiertas de aquella milagrosa aleación, el Japanium, de la que estaban construidos tanto el mítico Mazinger, como Afrodita A, aquel singular robot hembra que en lugar de ponerse implantes mamarios, se desprendía de ellos en la forma de proyectiles misilísticos.
Donativos (uséase, rascarse el bolsillo) para las víctimas.
Este es quizás el último punto que quisiera tratar. Evidentemente todo el mundo sabe que Japón es un país rico, y que no necesita tan desesperadamente la ayuda como en su día Haití, pero, en cualquier caso, toda aportación, aún cuando sea simbólica, serviría para mostrar nuestro afecto y solidaridad, en estos terribles momentos, a nuestros vecinos de la otra punta del globo. Un globo quebradizo, inestable y traicionero que, en su loca exhibición de mal genio, los ha zarandeado y arrastrado, literalmente, por el barro. Y ello aún cuando sólo actúe como apoyo moral, o cómo recordatorio para su propio gobierno de que, sean cuales sean las urgencias económicas del país, la prioridad absoluta debe ser el auxilio de sus conciudadanos.
Algo que también podría ser tenido un poco más en cuenta por estos lares, no es por nada….
El caso es que, como hemos comprobado, el mundo puede ser un lugar cruel, algo que sin falta nos recuerdan los suicidas al despedirse de él, pero nosotros no podemos permitírnoslo. Nuestra relación con la naturaleza, y sobre todo con la naturaleza humana, aún pueden ser mejoradas. Es solo cuestión de aplicar sin complejos el Kaizen.