Es la misma historia de siempre. El año, como suele venir sucediendo de un tiempo a esta parte, se nos ha vuelto a quedar como un pajarito.
Naturaleza débil esta, la de los años. Al poco que cogen algo de frío se nos van, visto y no visto, a ese sitio del que nadie vuelve.
Claro que, nada hay en ello de antinatural, hasta el más pintado sabe que estos, los años, pese a ir cargados de meses, de estaciones alegres y joviales como la primavera o el verano, nunca fueron concebidos con la intención de durar. Son como los juguetes de un niño. Una vez abierta la caja que les sirve de envoltorio, lo mismo da lo que lleven dentro, toda la ilusión se desvanece.
Quizás sea por eso que, a esta última noche del año que expira, o si se prefiere, primera del año entrante, se le conceda este estatus especial.
Sea cual sea la explicación, lo cierto es que la madrugada del uno de enero todo ha de ser superlativo, y por qué no decirlo, también exasperántemente cursi y relamido. Es como si el cuento de la Cenicienta, en un esfuerzo desesperado por adaptarse al cambio, se reinventara a sí mismo, sin reparar demasiado en sus efectos secundarios. Todo ello engarzado en una tradición de nuevo cuño, deudora en gran medida del Carnaval, y a la que – esa es la sensación que yo tengo – poco serio se puede oponer, sin caer en su remolino de pasiones terrenales. Una moda o costumbre que, por otra parte, ha hecho fortuna en tanto en cuanto que los cultos religiosos han ido cediendo terreno, como no podía ser de otra forma, a los cultos paganos.
Así las peluquerías de señoras, con la proximidad de las campanadas, se convierten en centros de experimentación artística y sociocultural, que nada tienen que envidiar ni a Miquel Barceló ni a la Bauhaus berlinesa en sus momentos álgidos. El trabajo de estas profesionales se desarrolla, además, en unas condiciones en absoluto propicias a las musas. Más aún, a contra reloj y en medio de la histeria que caracteriza a los acontecimientos de masas. Sujetas a los caprichos de clientas a las que, una vez finalizada la obra, todo parecido de sus rostros con la realidad, podría ser interpretado como una ofensa gravísima.
Es en cualquier caso un comportamiento absolutamente inherente a la condición humana. Pocos de hecho son los que en tan señalada fecha no se dejan llevar por esa tentación ilusoria de soñar, por improbable que ello resulte, con un cambio a mejor.
¿Y si el 2011 es el año en el que suena la flauta?
La esperanza de hecho es, si no el que más, uno de los bienes no tangibles más profusamente involucrados en las transacciones afectivas de esa noche, la más larga del año. Una esperanza simbolizada preferentemente en las doce uvas de la suerte.
Uvas estas de las que, en todo caso, con o sin pepitas, peladas o no, una vez atravesada la crítica confluencia del esófago y la traquea, y ya felizmente encarriladas camino del estómago, poco bueno más se puede esperar.
Es como si una vez engullidas, sus presuntos poderes mágicos se diluyesen en los jugos gástricos. Digeridos como vulgares moléculas orgánicas de las de a diario. Fructosa, glucosa, riboflavinas, transaminasas y zarandajas de esas, que más conocidas son por las preocupaciones que acarrean, que por sus supuestas bondades.
Con todo, queda al menos esa sensación de haber hecho todo lo que estaba en nuestras manos, por recibir al nuevo año en la mejor de las disposiciones. Preparados y perfectamente bien pertrechados para sufrir sus rabietas y calentones sin despeinarnos. Pacientemente esperando a que el ambiente se enfríe de nuevo, y que su mala salud de hierro se lo vuelva a llevar por delante.
Pacientemente esperando - otra vez, otro año más - a tener la excusa de festejar algo por todo lo alto.
Naturaleza débil esta, la de los años. Al poco que cogen algo de frío se nos van, visto y no visto, a ese sitio del que nadie vuelve.
Claro que, nada hay en ello de antinatural, hasta el más pintado sabe que estos, los años, pese a ir cargados de meses, de estaciones alegres y joviales como la primavera o el verano, nunca fueron concebidos con la intención de durar. Son como los juguetes de un niño. Una vez abierta la caja que les sirve de envoltorio, lo mismo da lo que lleven dentro, toda la ilusión se desvanece.
Quizás sea por eso que, a esta última noche del año que expira, o si se prefiere, primera del año entrante, se le conceda este estatus especial.
Sea cual sea la explicación, lo cierto es que la madrugada del uno de enero todo ha de ser superlativo, y por qué no decirlo, también exasperántemente cursi y relamido. Es como si el cuento de la Cenicienta, en un esfuerzo desesperado por adaptarse al cambio, se reinventara a sí mismo, sin reparar demasiado en sus efectos secundarios. Todo ello engarzado en una tradición de nuevo cuño, deudora en gran medida del Carnaval, y a la que – esa es la sensación que yo tengo – poco serio se puede oponer, sin caer en su remolino de pasiones terrenales. Una moda o costumbre que, por otra parte, ha hecho fortuna en tanto en cuanto que los cultos religiosos han ido cediendo terreno, como no podía ser de otra forma, a los cultos paganos.
Así las peluquerías de señoras, con la proximidad de las campanadas, se convierten en centros de experimentación artística y sociocultural, que nada tienen que envidiar ni a Miquel Barceló ni a la Bauhaus berlinesa en sus momentos álgidos. El trabajo de estas profesionales se desarrolla, además, en unas condiciones en absoluto propicias a las musas. Más aún, a contra reloj y en medio de la histeria que caracteriza a los acontecimientos de masas. Sujetas a los caprichos de clientas a las que, una vez finalizada la obra, todo parecido de sus rostros con la realidad, podría ser interpretado como una ofensa gravísima.
Es en cualquier caso un comportamiento absolutamente inherente a la condición humana. Pocos de hecho son los que en tan señalada fecha no se dejan llevar por esa tentación ilusoria de soñar, por improbable que ello resulte, con un cambio a mejor.
¿Y si el 2011 es el año en el que suena la flauta?
La esperanza de hecho es, si no el que más, uno de los bienes no tangibles más profusamente involucrados en las transacciones afectivas de esa noche, la más larga del año. Una esperanza simbolizada preferentemente en las doce uvas de la suerte.
Uvas estas de las que, en todo caso, con o sin pepitas, peladas o no, una vez atravesada la crítica confluencia del esófago y la traquea, y ya felizmente encarriladas camino del estómago, poco bueno más se puede esperar.
Es como si una vez engullidas, sus presuntos poderes mágicos se diluyesen en los jugos gástricos. Digeridos como vulgares moléculas orgánicas de las de a diario. Fructosa, glucosa, riboflavinas, transaminasas y zarandajas de esas, que más conocidas son por las preocupaciones que acarrean, que por sus supuestas bondades.
Con todo, queda al menos esa sensación de haber hecho todo lo que estaba en nuestras manos, por recibir al nuevo año en la mejor de las disposiciones. Preparados y perfectamente bien pertrechados para sufrir sus rabietas y calentones sin despeinarnos. Pacientemente esperando a que el ambiente se enfríe de nuevo, y que su mala salud de hierro se lo vuelva a llevar por delante.
Pacientemente esperando - otra vez, otro año más - a tener la excusa de festejar algo por todo lo alto.