Supongo que debe ser algo inevitable el que cada cierto tiempo la licencia del antivirus de mi ordenador expire, y me deje el disco duro con las vergüenzas al aire, expuesto a todas las inmundicias que deambulan por la red.
Debería haberme acostumbrado, pero no es así. La verdad es que cada vez que el trasto se infecta me coge de nuevas, y reacciono como si no supiera ya de sobra que esto está así planeado de antemano. Que la forma de costear los formateados y actualizaciones del software (pirateado) es a base de que se pongan enfermitos los ordenatas del personal, y cubrir los honorarios del especialista (en realidad agentes dobles a sueldo de Bill Gates).
Pero uno es bien pensado por defecto, y no le gusta caer en estos bucles de picaresca de la peor ralea.
Sí, ya lo sé. Mal hecho.
Por supuesto acabo teniendo que pasar por el aro, y llevo el ordenador al técnico, que me cuenta las mil y una por las que ha pasado para salvar esto de aquí, de allá y de acullá, como si él y el cirujano que salvó la vida del torero José Tomás en la más reciente de sus cogidas, fueran en realidad una misma casta de profesionales, cada uno en lo suyo.
Naturalmente, el ordenador es un aparato electrónico, y no necesitó una transfusión de hasta 9 litros de sangre como el diestro, pero, oyendo hablar al susodicho técnico, tal parece como que, si ello fuera preciso, esa hubiera sido su misma línea de actuación.
Afortunadamente, ni yo, ni mi ordenador hemos necesitado, de momento, tener que sacarnos el carnet, previo pago de las tasas estipuladas, de vampiros consumados.
Solo faltaría, máxime después de abonar, one more time, las correspondientes comisiones de ciberseguridad internáutica, nada modestas, y la voluntad.
Y ello por más que para circular por la red la única documentación que se requiera sea el recibo de pagar al proveedor de la conexión. Con sólo esto, uno ya es libre de andar por ahí a salto de mata, pirateando un poco de aquí, otro poco de allá, y no cuidándose demasiado de no ponerlo todo perdido de códigos maliciosos que se han ido contrayendo, por ahí por el mundo adelante, de forma inconsciente y zascandila.
En fin, que, recapitulando: Unos cuantos eurillos del ala que se han esfumado, y lo peor de todo, el engorro de tener que cargar con el paciente (casi, casi con lo que en realidad es simplemente su féretro) hasta el taller de reparaciones, ante la mirada inquisitorial del paisanaje.
Provocando que cualquiera se permita especular con la mucha o poca importancia que le concedo a la salud del (en teoría) más inteligente de mis electrodomésticos. Tal vez incluso, más que a la mía propia.
Y total para que dentro de otros 12 meses se repita la historia.
Pero como reza el dicho: Ya estamos para otra.
Debería haberme acostumbrado, pero no es así. La verdad es que cada vez que el trasto se infecta me coge de nuevas, y reacciono como si no supiera ya de sobra que esto está así planeado de antemano. Que la forma de costear los formateados y actualizaciones del software (pirateado) es a base de que se pongan enfermitos los ordenatas del personal, y cubrir los honorarios del especialista (en realidad agentes dobles a sueldo de Bill Gates).
Pero uno es bien pensado por defecto, y no le gusta caer en estos bucles de picaresca de la peor ralea.
Sí, ya lo sé. Mal hecho.
Por supuesto acabo teniendo que pasar por el aro, y llevo el ordenador al técnico, que me cuenta las mil y una por las que ha pasado para salvar esto de aquí, de allá y de acullá, como si él y el cirujano que salvó la vida del torero José Tomás en la más reciente de sus cogidas, fueran en realidad una misma casta de profesionales, cada uno en lo suyo.
Naturalmente, el ordenador es un aparato electrónico, y no necesitó una transfusión de hasta 9 litros de sangre como el diestro, pero, oyendo hablar al susodicho técnico, tal parece como que, si ello fuera preciso, esa hubiera sido su misma línea de actuación.
Afortunadamente, ni yo, ni mi ordenador hemos necesitado, de momento, tener que sacarnos el carnet, previo pago de las tasas estipuladas, de vampiros consumados.
Solo faltaría, máxime después de abonar, one more time, las correspondientes comisiones de ciberseguridad internáutica, nada modestas, y la voluntad.
Y ello por más que para circular por la red la única documentación que se requiera sea el recibo de pagar al proveedor de la conexión. Con sólo esto, uno ya es libre de andar por ahí a salto de mata, pirateando un poco de aquí, otro poco de allá, y no cuidándose demasiado de no ponerlo todo perdido de códigos maliciosos que se han ido contrayendo, por ahí por el mundo adelante, de forma inconsciente y zascandila.
En fin, que, recapitulando: Unos cuantos eurillos del ala que se han esfumado, y lo peor de todo, el engorro de tener que cargar con el paciente (casi, casi con lo que en realidad es simplemente su féretro) hasta el taller de reparaciones, ante la mirada inquisitorial del paisanaje.
Provocando que cualquiera se permita especular con la mucha o poca importancia que le concedo a la salud del (en teoría) más inteligente de mis electrodomésticos. Tal vez incluso, más que a la mía propia.
Y total para que dentro de otros 12 meses se repita la historia.
Pero como reza el dicho: Ya estamos para otra.