Hubo un tiempo en que el conocimiento del mundo sólo tenía un propósito: Servir a Dios.
Un tiempo en que el hombre y su sometimiento a las leyes de la naturaleza, estaba regido por su propio temor a lo desconocido. Un tiempo, en definitiva, donde los acontecimientos de la vida, ignorados e incomprensibles, abrían un enorme abanico de posibilidades a las supersticiones, a las mitologías, a la magia.
Cuando me propuse abordar este tema de las leyendas del medievo, una duda me asaltó. ¿Seré capaz de extraerle algún provecho humorístico a una época de la historia que vivía obsesionada, tal que si ese fuese su deseo último, con el advenimiento del fin del mundo? ¿Una época que “ora et labora” vivía bajo el yugo asfixiante de la cruz y de la espada?
Ardua tarea.
No obstante, lo primero que pensé cuando releí el título de esta entrada, ya me tranquilizó a ese respecto.
Un pensamiento este, que fue no sino fruto de una interpretación literalmente viciada.
En lugar de “Leyendas Arturianas” (de la época del rey Arturo, se entiende, en la Inglaterra medieval), mi cerebro prefirió no aventurarse tan lejos, e interesadamente tomó la primera r por una s, componiéndoselas como de Leyendas Asturianas, de las Asturias del verde noroeste ibérico. Todo ello en un rapto fugaz del intelecto.
Posiblemente sea más cómodo pensar en Fernando Alonso, ese piloto ovetense de Fórmula 1 que realiza gestas victoriosas sobre su montura de cuatro ruedas, y que son glosadas de forma casi unánime en los medios de comunicación de nuestro país, o, desde una perspectiva todavía más doméstica si cabe, en la fabada, la sidra o ese anís de la Asturiana, asimismo de resonancias legendarias, y a cuyas cualidades también podemos conferir propiedades mágicas.
Por desgracia una vez superado el malentendido, o más bien, la querencia natural hacia el desatino que impone la pereza, ya sea para bien o para mal, nos vemos obligados a rectificar la senda trazada. Un andar descuidado en el que, como ya se ha visto, uno mismo se puede extraviar, a poco que se lo pida la desgana, el tedio, o la escasez de horas de sueño.
Lo cual, sin embargo nos devuelve al mismo punto en el cual, sólo un par de párrafos más arriba, ya nos habíamos quedado atascados.
Retornamos pues a la pregunta de antes: ¿Se le puede sacar algún jugo, por la vía de lo hilarante a un mundo de misterio, de leyendas, de magos y brujas, de batracios, que no son tales, sino seres encantados bajo cuya apariencia subsiste un príncipe azul, y con cuyo encantamiento han de malvivir en espera del beso reparador de una bella princesa? ¿Se puede uno cachondear de un hombrecillo sin oficio ni beneficio, de un auténtico paria, que viola la lógica aplastante de su fatal destino, descuajando una espada de una piedra, rompiendo un pertinaz y ancestral hechizo, y convirtiéndose por medio de ello en rey?
¡Esta es una historia que el alma humana absorbe por todos los poros de su piel con pasión y apetito arrebatadores! ¡Es el tránsito directo, por el camino más corto, de la miseria hacia la gloria! ¡El non plus ultra del pelotazo!
No puedo por tanto sino considerarlo como un truco vil, es decir, una más de las muchas trampas que acechan al intelecto en los relatos de las grandes proezas.
Muy típico, por otra parte, de nuestra condición, de exagerar los propios logros personales, los méritos contraídos, y toda la épica que los envuelve. De como en el juego del parchís, comer una y contar veinte.
Un campo este de la novelación de la realidad donde todo es posible, y que es una práctica que sigue vigente hoy en día, gozando de una salud inmejorable, por lo que muy raramente llegará en algún momento a extinguirse.
Y es que nadie está libre de haber atildado su singular e incomparable odisea íntima.
Todos hemos soñado con ser Ricardo Corazón de León, y resueltamente nos hemos transmutado en trovadores de sus/nuestras innumerables hazañas, absolutamente todas ellas memorables, en las cruzadas contra Saladino, para admiración y disfrute de nuestro rendido auditorio.
Pero dejando de lado lo que de inventado tengamos cada uno:
¿Se puede vivir en paz con la propia conciencia despreciando toda creencia en lo sobrenatural?
¿Podemos querernos a nosotros mismos aceptando que nuestra dotación en cuanto a bellezas, talentos, riquezas u honores, es muy inferior a lo que recomiendan los más reputados cuentos de hadas?
En fin, preguntas que no es sano hacerse, y menos aún contestarse.
Los cuentos, las leyendas y las rimas solo son herramientas de la mente para aliviar aquellos instintos, inconfesables en su mayor parte, que se encontraran entumecidos, o atrofiados por la reiteración de insatisfacciones.
Uno, a través de la identificación con el protagonista, se expurga por un momento de sus limitaciones y cortapisas vitales.
Evacua sus calamidades y reveses, y mira hacia otro lado.
No importa cuanto tenga la leyenda de disparatada, de absurda, de moralmente reprobable. De cínica.
Al fin y al cabo sólo se trata de pasar de siervo a rey, por arte de birlibirloque, con la afrenta que ello representa para con la justicia terrenal y lo insolidario que resulta.
Y eso por no hablar de aquel caldero lleno de monedas de oro, el cual hipotéticamente se hallaría enterrado allí donde el arco iris entrecruzara su curvatura con la de la madre Tierra. Nuevamente un caso flagrante de codicia desmedida, recompensada.
Historias que fomentan las pretensiones fatuas.
Algo apenas desligado, por mostrar un ejemplo sangrante, del encabezonamiento de entonces en la búsqueda de la piedra filosofal. Para desconsuelo y abandono de un estudio y una ciencia más edificantes.
Todos estos, cuentos increíbles, desde luego, y si se me apura, no surgidos de la rumorología popular, sino probablemente mistificados adrede. Burdas alegorías de un universo fantasmagórico que, por si no fuera bastante con lo ya expuesto, alcanzan su culmen en la referida al elixir de la eterna juventud.
Aquí, el afán de hacer lo blanco, negro, llevado a su paroxismo.
En cualquier caso, las gentes de aquella época, confío yo, no debieron ser tan tontas, ni tan crédulas. Quiero pensar que se debieron parecer más a nosotros. Más prácticos en cuanto a sus expectativas, no tan ingenuos, desengañados de curanderos y astrólogos.
Y todo ello, por más que nunca dispusieran de la opción de rebatir, con los hechos, y apoyados en la fuerza y en la certeza que brinda el conocimiento, a tanto embaucador, a tanto rufián, a tanta majadería.
P.D.: Por si acaso, para una mejor comprensión de la mentalidad imperante en la época, recomiendo visitar este enlace de la Wikipedia dedicado al cuadro de Hyeronimus Bosch (El Bosco). El carro de Heno.
Un tiempo en que el hombre y su sometimiento a las leyes de la naturaleza, estaba regido por su propio temor a lo desconocido. Un tiempo, en definitiva, donde los acontecimientos de la vida, ignorados e incomprensibles, abrían un enorme abanico de posibilidades a las supersticiones, a las mitologías, a la magia.
Cuando me propuse abordar este tema de las leyendas del medievo, una duda me asaltó. ¿Seré capaz de extraerle algún provecho humorístico a una época de la historia que vivía obsesionada, tal que si ese fuese su deseo último, con el advenimiento del fin del mundo? ¿Una época que “ora et labora” vivía bajo el yugo asfixiante de la cruz y de la espada?
Ardua tarea.
No obstante, lo primero que pensé cuando releí el título de esta entrada, ya me tranquilizó a ese respecto.
Un pensamiento este, que fue no sino fruto de una interpretación literalmente viciada.
En lugar de “Leyendas Arturianas” (de la época del rey Arturo, se entiende, en la Inglaterra medieval), mi cerebro prefirió no aventurarse tan lejos, e interesadamente tomó la primera r por una s, componiéndoselas como de Leyendas Asturianas, de las Asturias del verde noroeste ibérico. Todo ello en un rapto fugaz del intelecto.
Posiblemente sea más cómodo pensar en Fernando Alonso, ese piloto ovetense de Fórmula 1 que realiza gestas victoriosas sobre su montura de cuatro ruedas, y que son glosadas de forma casi unánime en los medios de comunicación de nuestro país, o, desde una perspectiva todavía más doméstica si cabe, en la fabada, la sidra o ese anís de la Asturiana, asimismo de resonancias legendarias, y a cuyas cualidades también podemos conferir propiedades mágicas.
Por desgracia una vez superado el malentendido, o más bien, la querencia natural hacia el desatino que impone la pereza, ya sea para bien o para mal, nos vemos obligados a rectificar la senda trazada. Un andar descuidado en el que, como ya se ha visto, uno mismo se puede extraviar, a poco que se lo pida la desgana, el tedio, o la escasez de horas de sueño.
Lo cual, sin embargo nos devuelve al mismo punto en el cual, sólo un par de párrafos más arriba, ya nos habíamos quedado atascados.
Retornamos pues a la pregunta de antes: ¿Se le puede sacar algún jugo, por la vía de lo hilarante a un mundo de misterio, de leyendas, de magos y brujas, de batracios, que no son tales, sino seres encantados bajo cuya apariencia subsiste un príncipe azul, y con cuyo encantamiento han de malvivir en espera del beso reparador de una bella princesa? ¿Se puede uno cachondear de un hombrecillo sin oficio ni beneficio, de un auténtico paria, que viola la lógica aplastante de su fatal destino, descuajando una espada de una piedra, rompiendo un pertinaz y ancestral hechizo, y convirtiéndose por medio de ello en rey?
¡Esta es una historia que el alma humana absorbe por todos los poros de su piel con pasión y apetito arrebatadores! ¡Es el tránsito directo, por el camino más corto, de la miseria hacia la gloria! ¡El non plus ultra del pelotazo!
No puedo por tanto sino considerarlo como un truco vil, es decir, una más de las muchas trampas que acechan al intelecto en los relatos de las grandes proezas.
Muy típico, por otra parte, de nuestra condición, de exagerar los propios logros personales, los méritos contraídos, y toda la épica que los envuelve. De como en el juego del parchís, comer una y contar veinte.
Un campo este de la novelación de la realidad donde todo es posible, y que es una práctica que sigue vigente hoy en día, gozando de una salud inmejorable, por lo que muy raramente llegará en algún momento a extinguirse.
Y es que nadie está libre de haber atildado su singular e incomparable odisea íntima.
Todos hemos soñado con ser Ricardo Corazón de León, y resueltamente nos hemos transmutado en trovadores de sus/nuestras innumerables hazañas, absolutamente todas ellas memorables, en las cruzadas contra Saladino, para admiración y disfrute de nuestro rendido auditorio.
Pero dejando de lado lo que de inventado tengamos cada uno:
¿Se puede vivir en paz con la propia conciencia despreciando toda creencia en lo sobrenatural?
¿Podemos querernos a nosotros mismos aceptando que nuestra dotación en cuanto a bellezas, talentos, riquezas u honores, es muy inferior a lo que recomiendan los más reputados cuentos de hadas?
En fin, preguntas que no es sano hacerse, y menos aún contestarse.
Los cuentos, las leyendas y las rimas solo son herramientas de la mente para aliviar aquellos instintos, inconfesables en su mayor parte, que se encontraran entumecidos, o atrofiados por la reiteración de insatisfacciones.
Uno, a través de la identificación con el protagonista, se expurga por un momento de sus limitaciones y cortapisas vitales.
Evacua sus calamidades y reveses, y mira hacia otro lado.
No importa cuanto tenga la leyenda de disparatada, de absurda, de moralmente reprobable. De cínica.
Al fin y al cabo sólo se trata de pasar de siervo a rey, por arte de birlibirloque, con la afrenta que ello representa para con la justicia terrenal y lo insolidario que resulta.
Y eso por no hablar de aquel caldero lleno de monedas de oro, el cual hipotéticamente se hallaría enterrado allí donde el arco iris entrecruzara su curvatura con la de la madre Tierra. Nuevamente un caso flagrante de codicia desmedida, recompensada.
Historias que fomentan las pretensiones fatuas.
Algo apenas desligado, por mostrar un ejemplo sangrante, del encabezonamiento de entonces en la búsqueda de la piedra filosofal. Para desconsuelo y abandono de un estudio y una ciencia más edificantes.
Todos estos, cuentos increíbles, desde luego, y si se me apura, no surgidos de la rumorología popular, sino probablemente mistificados adrede. Burdas alegorías de un universo fantasmagórico que, por si no fuera bastante con lo ya expuesto, alcanzan su culmen en la referida al elixir de la eterna juventud.
Aquí, el afán de hacer lo blanco, negro, llevado a su paroxismo.
En cualquier caso, las gentes de aquella época, confío yo, no debieron ser tan tontas, ni tan crédulas. Quiero pensar que se debieron parecer más a nosotros. Más prácticos en cuanto a sus expectativas, no tan ingenuos, desengañados de curanderos y astrólogos.
Y todo ello, por más que nunca dispusieran de la opción de rebatir, con los hechos, y apoyados en la fuerza y en la certeza que brinda el conocimiento, a tanto embaucador, a tanto rufián, a tanta majadería.
P.D.: Por si acaso, para una mejor comprensión de la mentalidad imperante en la época, recomiendo visitar este enlace de la Wikipedia dedicado al cuadro de Hyeronimus Bosch (El Bosco). El carro de Heno.
Si bien lo contrario, mantener una percepción fantasiosa, como en Excalibur, sea probablemente más goloso. :-)