Hacer un post dedicado a la política no es precisamente un placer que digamos, y desde luego, mucho menos aún algo de lo que estar orgulloso. Muchos que lo leáis de hecho pensaréis: Se ha ido a por un tema fácil. Y en cierto modo tendréis vuestra parte de razón.
Porque si se mira bien, suele ser justamente sobre estos temas apasionados y espinosos, en los que la opinión propia, a menudo soterrada, emerge a la superficie y bulle sulfurosamente, con los que el escribano más a pierna suelta se halla tecleando. Las palabras, de hecho, fluyen solícitas y con profusión como por encima de una imaginaria cinta transportadora, de la que se van cogiendo y ensamblando sin apenas esfuerzo.
No hay sino abundancia, y no hay sino, en sentido inverso, pocas ganas más allá que las de ponerse uno a hacer demagogia. Paradojas de la vida.
Decir pues que la política es nauseabunda, que es una cloaca infestada de ratas, o por ser más suaves, que es un mercadillo de charlatanes, donde los chanchullos y las falsificaciones se negocian a grito pelado, y que la competencia, en lugar de incentivar la mejora continua de las propuestas, degrada el sistema y lo desvirtúa, son ya lugares comunes muy transitados.
Haré en cambio un esfuerzo, y al igual que no me acuerdo qué pensador romano, me aprestaré mejor a recordar que nuestras vidas personales, nuestra relación con la sociedad, en la escala en que le es propia, no deja de ser en sí misma también política.
Los criterios que adoptamos para determinar quienes son nuestros amigos y sobre con quien o quienes se debe o no dialogar, no son en el fondo muy distintos a las bases programáticas de los partidos, y de igual manera, están sembrados de buenas intenciones y sabios propósitos de justicia y respeto mutuo.
Una actitud muy loable, que a la hora de la verdad, y sobre la arena del circo en el que se dirimen nuestras disputas cotidianas, queda sin embargo convertida al instante en papel mojado.
Vale, los políticos son una fauna perversa. Ni uno solo se salvaría de la quema, sometidos uno por uno al juicio de un hipotético tribunal omnisciente. Seres con la conciencia muy enferma, o directamente sin conciencia. Con ella extirpada. Como si al igual que sucede con la vesícula biliar, fuera un órgano del que se pudiera prescindir, y no por ello dejar de hacer una vida normal.
Y sí, cuanto mas ruines y retorcidos mejor dotados se hallan para el ejercicio de su profesión, como bien demostró en su obra El Príncipe, Nicolás Maquiavelo.
Pero es que, aceptémoslo, nosotros no somos tampoco mancos cuando se trata de defender nuestros intereses, y no siempre tenemos la suerte de poder prescindir de ciertos métodos y/o ciertos intermediarios, bajos y rastreros, para conseguir aquello que queremos, y que, erróneamente o no, pensamos que es lo que nos corresponde.
Así, no hay pues más que hacer un poco de autocrítica, para enseguida advertir que nuestra actitud hacia los demás se rige también por esa dualidad bíblica. Esto es, medallas y diplomas para los que comulgan conmigo, y, por oposición, a la hoguera con los infieles.
La línea divisoria entre nuestros aliados y aquellos que forman parte del lado oscuro de la fuerza, el muro más bien, en absoluto es delgado o poroso, y al igual que en el caso del canal de Panamá, consiste en un complejo entramado de esclusas en el que la decisión sobre los buques que lo atraviesan, y los que no, implica a numerosos mecanismos y voluntades. Tratar de cambiar el rumbo de los afectos y desafectos, es a la larga tan frustrante como la navegación fluvial para un viejo lobo de mar.
Y nadie quiere ir a encallar justamente en medio de aguas en reclamación. Abocados a una capitulación incondicional.
Pero hay que atreverse, y no ser cobardes, a buscar en nuestros rivales su punto de honor. A usar la política como espadachines de esgrima, y no como elefantes marinos en época de celo.
Se trata pues de amagar por la diestra y soltar la estocada por la siniestra, pero sin nunca – jamás de los jamases - tocar al rival por debajo de la cintura.
Desde aquí, pues, queridos amigos, y pese a lo apropiado que resulte para el chiste fácil, os invito no obstante a no dejar de pensar políticamente. No os dejéis caer en la resignación y rechazad de plano las excusas vulgares, timoratas y borreguiles, para no implicarse en el debate.
No renunciéis a mirar a los ojos a vuestro oponente. No renunciéis a darle la oportunidad, y a dárosla a vosotros mismos de revisar agravios y malentendidos. Estoy convencido de que es bueno para la salud en general, pero sobre todo para la del alma. Vuestra vesícula os lo agradecerá.
Porque si se mira bien, suele ser justamente sobre estos temas apasionados y espinosos, en los que la opinión propia, a menudo soterrada, emerge a la superficie y bulle sulfurosamente, con los que el escribano más a pierna suelta se halla tecleando. Las palabras, de hecho, fluyen solícitas y con profusión como por encima de una imaginaria cinta transportadora, de la que se van cogiendo y ensamblando sin apenas esfuerzo.
No hay sino abundancia, y no hay sino, en sentido inverso, pocas ganas más allá que las de ponerse uno a hacer demagogia. Paradojas de la vida.
Decir pues que la política es nauseabunda, que es una cloaca infestada de ratas, o por ser más suaves, que es un mercadillo de charlatanes, donde los chanchullos y las falsificaciones se negocian a grito pelado, y que la competencia, en lugar de incentivar la mejora continua de las propuestas, degrada el sistema y lo desvirtúa, son ya lugares comunes muy transitados.
Haré en cambio un esfuerzo, y al igual que no me acuerdo qué pensador romano, me aprestaré mejor a recordar que nuestras vidas personales, nuestra relación con la sociedad, en la escala en que le es propia, no deja de ser en sí misma también política.
Los criterios que adoptamos para determinar quienes son nuestros amigos y sobre con quien o quienes se debe o no dialogar, no son en el fondo muy distintos a las bases programáticas de los partidos, y de igual manera, están sembrados de buenas intenciones y sabios propósitos de justicia y respeto mutuo.
Una actitud muy loable, que a la hora de la verdad, y sobre la arena del circo en el que se dirimen nuestras disputas cotidianas, queda sin embargo convertida al instante en papel mojado.
Vale, los políticos son una fauna perversa. Ni uno solo se salvaría de la quema, sometidos uno por uno al juicio de un hipotético tribunal omnisciente. Seres con la conciencia muy enferma, o directamente sin conciencia. Con ella extirpada. Como si al igual que sucede con la vesícula biliar, fuera un órgano del que se pudiera prescindir, y no por ello dejar de hacer una vida normal.
Y sí, cuanto mas ruines y retorcidos mejor dotados se hallan para el ejercicio de su profesión, como bien demostró en su obra El Príncipe, Nicolás Maquiavelo.
Pero es que, aceptémoslo, nosotros no somos tampoco mancos cuando se trata de defender nuestros intereses, y no siempre tenemos la suerte de poder prescindir de ciertos métodos y/o ciertos intermediarios, bajos y rastreros, para conseguir aquello que queremos, y que, erróneamente o no, pensamos que es lo que nos corresponde.
Así, no hay pues más que hacer un poco de autocrítica, para enseguida advertir que nuestra actitud hacia los demás se rige también por esa dualidad bíblica. Esto es, medallas y diplomas para los que comulgan conmigo, y, por oposición, a la hoguera con los infieles.
La línea divisoria entre nuestros aliados y aquellos que forman parte del lado oscuro de la fuerza, el muro más bien, en absoluto es delgado o poroso, y al igual que en el caso del canal de Panamá, consiste en un complejo entramado de esclusas en el que la decisión sobre los buques que lo atraviesan, y los que no, implica a numerosos mecanismos y voluntades. Tratar de cambiar el rumbo de los afectos y desafectos, es a la larga tan frustrante como la navegación fluvial para un viejo lobo de mar.
Y nadie quiere ir a encallar justamente en medio de aguas en reclamación. Abocados a una capitulación incondicional.
Pero hay que atreverse, y no ser cobardes, a buscar en nuestros rivales su punto de honor. A usar la política como espadachines de esgrima, y no como elefantes marinos en época de celo.
Se trata pues de amagar por la diestra y soltar la estocada por la siniestra, pero sin nunca – jamás de los jamases - tocar al rival por debajo de la cintura.
Desde aquí, pues, queridos amigos, y pese a lo apropiado que resulte para el chiste fácil, os invito no obstante a no dejar de pensar políticamente. No os dejéis caer en la resignación y rechazad de plano las excusas vulgares, timoratas y borreguiles, para no implicarse en el debate.
No renunciéis a mirar a los ojos a vuestro oponente. No renunciéis a darle la oportunidad, y a dárosla a vosotros mismos de revisar agravios y malentendidos. Estoy convencido de que es bueno para la salud en general, pero sobre todo para la del alma. Vuestra vesícula os lo agradecerá.