Bueno, todos somos personas adultas, y sabemos perfectamente qué es a lo que se le llama coloquialmente “la caja B”, no hace falta pues recordar que, de un modo u otro, es lo que permite que, mientras que sus empresas se hallan en suspensión de pagos, sus patronos, y en general los magnates que las presiden, puedan seguir pasándose este año el verano a bordo de su lujoso yate como si tal cosa, crisis y otras menudencias aparte.
Yo, en cualquier caso, entiendo poco de finanzas, y cuando me hablan de cajas, se me vienen a la mente las de zapatos, en una desviación de la conducta muy parecida a la de Imelda Marcos (la esposa de aquel patético dictadorcillo filipino), o sin ir más lejos de las de galletas, muy útiles también a la hora de guardar objetos insospechados en rincones prácticamente inaccesibles del trastero.
Aunque más habitualmente, y debido a su contenido original, suelen ser estas últimas las que más atraen mi interés. En este caso quedando mi fuerza de voluntad reducida al mismo plano que el papel de celofán que las envuelve, y siendo una marioneta de mi estómago, al estilo de Triqui, el monstruo glotón de Barrio Sésamo.
Por supuesto en materia de delicias reposteras también existen cajas “B”, pero al igual que en lo que respecta a las versiones cinematográficas de una misma película, una historia de tiros y persecuciones en coche (por ejemplo), el uso de la denominación “B” tiene connotaciones negativas.
Ello no obstante no las desprovee de su enorme utilidad.
Una buena forma de saber cuando estás de más en casa ajena, es decir, cuando tu visita ya excede el tiempo de lo cortésmente aceptable, es acogerse al test galletero.
Sea en desayunos o meriendas, la calidad de las galletas ofrecerá con total fiabilidad una información valiosísima de lo que tus anfitriones esperan de ti. Tal vez estos sean gente de una amabilidad sin par, incapaces de tener un mal gesto, o de descolgarse con una insinuación inoportuna que daría al traste con la amistad. No importa, las galletas tomarán la palabra y hablarán por ellos. Ellas serán su voz en su hora más silenciosa.
No en vano, unas galletas de mala calidad son a veces más eficaces que el repelente para los mosquitos.
De ahí que, cuando el común de los mortales son invitados a palacios y mansiones, a casas suntuosas de gente de posibles, una de las impresiones con las que se van, infaliblemente, suele ser este peculiar fenómeno de la mala calidad de las galletas.
¡No puede ser! Se sorprende la gente con alborozo. Cuchicheando entre sí con gran enjundia y no menor satisfacción. Convencidos de que sus riquezas se han de deber, por lógica aplastante, a la acumulación de recortes y privaciones que llevan a cabo en su dieta alimenticia, de clara inspiración “B”, y de la que las galletas son solo un reflejo.
Los muy ilusos, no comprenden que han sido víctimas de una de las argucias más viejas y más eficaces en el teatro de máscaras de las relaciones humanas.
De hecho, nada produce subconscientemente un rechazo mayor que una golosina insípida.
Es pues un hábito muy común el que nuestros ricachones de hoy, y de toda la vida, tengan siempre a mano una de estas cajas de galletas “B”, pagadas con el dinero de las cajas “B” de sus empresas en bancarrota, y en las que se solían fabricar las cajas de galletas de los dos tipos, “A” y “B”, hasta que las primeras dejaron de ser rentables.
Yo, por lo que a mi respecta, no quiero saber nada de cajas “B”, y no suelo incluirlas en mi lista de la compra.
Ello si bien no es óbice para que critique ese afán de tanta gente por saborear el lado “B” de la vida, y de convertir en catadores de todo lo “B” imaginable a cuantos les rodean, aún cuando sepan, en el fondo de sus conciencias, que ahora ya no se trata de una estrategia social deliberada, sino que simplemente han dejado de producir el modelo "A".
Yo, en cualquier caso, entiendo poco de finanzas, y cuando me hablan de cajas, se me vienen a la mente las de zapatos, en una desviación de la conducta muy parecida a la de Imelda Marcos (la esposa de aquel patético dictadorcillo filipino), o sin ir más lejos de las de galletas, muy útiles también a la hora de guardar objetos insospechados en rincones prácticamente inaccesibles del trastero.
Aunque más habitualmente, y debido a su contenido original, suelen ser estas últimas las que más atraen mi interés. En este caso quedando mi fuerza de voluntad reducida al mismo plano que el papel de celofán que las envuelve, y siendo una marioneta de mi estómago, al estilo de Triqui, el monstruo glotón de Barrio Sésamo.
Por supuesto en materia de delicias reposteras también existen cajas “B”, pero al igual que en lo que respecta a las versiones cinematográficas de una misma película, una historia de tiros y persecuciones en coche (por ejemplo), el uso de la denominación “B” tiene connotaciones negativas.
Ello no obstante no las desprovee de su enorme utilidad.
Una buena forma de saber cuando estás de más en casa ajena, es decir, cuando tu visita ya excede el tiempo de lo cortésmente aceptable, es acogerse al test galletero.
Sea en desayunos o meriendas, la calidad de las galletas ofrecerá con total fiabilidad una información valiosísima de lo que tus anfitriones esperan de ti. Tal vez estos sean gente de una amabilidad sin par, incapaces de tener un mal gesto, o de descolgarse con una insinuación inoportuna que daría al traste con la amistad. No importa, las galletas tomarán la palabra y hablarán por ellos. Ellas serán su voz en su hora más silenciosa.
No en vano, unas galletas de mala calidad son a veces más eficaces que el repelente para los mosquitos.
De ahí que, cuando el común de los mortales son invitados a palacios y mansiones, a casas suntuosas de gente de posibles, una de las impresiones con las que se van, infaliblemente, suele ser este peculiar fenómeno de la mala calidad de las galletas.
¡No puede ser! Se sorprende la gente con alborozo. Cuchicheando entre sí con gran enjundia y no menor satisfacción. Convencidos de que sus riquezas se han de deber, por lógica aplastante, a la acumulación de recortes y privaciones que llevan a cabo en su dieta alimenticia, de clara inspiración “B”, y de la que las galletas son solo un reflejo.
Los muy ilusos, no comprenden que han sido víctimas de una de las argucias más viejas y más eficaces en el teatro de máscaras de las relaciones humanas.
De hecho, nada produce subconscientemente un rechazo mayor que una golosina insípida.
Es pues un hábito muy común el que nuestros ricachones de hoy, y de toda la vida, tengan siempre a mano una de estas cajas de galletas “B”, pagadas con el dinero de las cajas “B” de sus empresas en bancarrota, y en las que se solían fabricar las cajas de galletas de los dos tipos, “A” y “B”, hasta que las primeras dejaron de ser rentables.
Yo, por lo que a mi respecta, no quiero saber nada de cajas “B”, y no suelo incluirlas en mi lista de la compra.
Ello si bien no es óbice para que critique ese afán de tanta gente por saborear el lado “B” de la vida, y de convertir en catadores de todo lo “B” imaginable a cuantos les rodean, aún cuando sepan, en el fondo de sus conciencias, que ahora ya no se trata de una estrategia social deliberada, sino que simplemente han dejado de producir el modelo "A".