No se escribe mucho sobre gimnasios. No debe ser un tema apasionante.
O al menos no debe serlo visto desde el plano literario, porque por el contrario, me consta que la gente suele hablar mucho de sus experiencias en estos locales.
No es extraño pues, que, por ejemplo, un amigo te cuente lo muy atraído que se siente por esa chica de mallas ajustadas que siempre se pone a hacer bicicleta, mira tú que casualidad, dos o tres metros a su izquierda. Y que eso, y el disfrute visual que le proporcionan el resto de las socias apuntadas al curso de Pilates, es lo que le impele a no faltar un solo día a su cita con el, por otra parte, tedioso y extenuante sube y baja de las pesas.
Pero es como una disculpa ya demasiado gastada. ¿No?
¿Tanto le cuesta admitir que quiere quitarse los michelines antes de que llegue el verano?
Habitualmente cuando un hombre - no importa la edad - recurre al gimnasio para tratar de bajar de peso es porque está desesperado… Es, sencillamente, porque salir un par de días a hacer footing ya no le funciona, y asume que ha de marcarse un plan de actividades mucho más espartano.
¿Pero, realmente, puede uno pasar por la agonía del ejercicio y las dietas, y al mismo tiempo llevarlo con la cabeza alta? ¿Es esa la vía, o el camino correcto, para quienes aspiran a lograr su ansiado estado de bienestar personal, y resolver su conflicto de identidad?
Permítaseme que lo dude muy mucho.
Es más, cuando veo las máquinas que empleaba la Santa Inquisición para torturar a sus víctimas, lo primero en llamarme la atención es su indudable parecido, al menos en cuanto a la apariencia externa, con las que hoy en día se ven repartidas por los gimnasios del ancho mundo.
Puede que en el fondo el ser humano necesite de un porcentaje fijo al día, o a la semana, de sufrimiento físico para contrarrestar los padecimientos del alma. No lo sé. Aunque es una posible explicación.
Pero lo cierto es que me cuesta encontrar las razones que justifiquen el éxito de un tan manifiesto, así como voluntario, castigo al organismo. No puedo olvidar, de hecho, que el problema no se reduce únicamente a vivir el día a día permanentemente renqueando, arrastrando a todas partes el malhumor causado por la fatiga, las agujetas, las lesiones… Está también el tiempo que uno pierde y que podría dedicar a otros menesteres (más gratos al espíritu y a las propias carnes, hartas de encajar paliza tras paliza).
Pero, claro, luego vienen de golpe el colesterol, los triglicéridos, y todo ese batallón de enemigos invisibles, que combinados con los que sí lo son, las antiestéticas morcillas y flotadores alrededor de la cintura, se convierten en una pesadilla letal para la salud del propio corazón (ya sea de la glándula en cuanto que tal, como en su acepción más alegórica)
Además, derrotar a esta “armada invencible” no es cosa fácil. Y de ello da buena cuenta el mercado de productos milagrosos y el sinfín de artículos relacionados que ha florecido a su alrededor. Compendiar los millones de inventos chorras que se han comercializado con la excusa de conseguir ese propósito, el de adelgazar sin esfuerzo, o cuando menos con el menor esfuerzo posible, daría para varios tomos de la Encyclopædia Britannica.
Citaré no obstante el último y más osado: El balón intragástrico.
Naturalmente me abstendré de hacerle propaganda gratuita, pero desde luego, la posibilidad de conocer a alguien que lo llevase en sus tripas, es algo que cambiaría de un plumazo mi concepción de la vida, y que, en un sentido más amplio, afectaría a los cimientos morales de lo que es la propia consideración de la materia viva. Para empezar mi fe en el ser humano se desplomaría como un castillo de naipes.
Por otro lado, buscar la definición de la Vida en la Wikipedia, no ayuda mucho a la hora de resolver el dilema hueco que plantea este flatulento artilugio, destinado a saciarnos, de una vez y para siempre, de nuestras más primitivas pulsiones y veleidades opíparas.
Bromas aparte. Yo ante las proximidades veraniegas sigo optando por las mucho más reconfortantes comodidades de una butaca y mi reproductor de dvd’s.
Y como muestra, un botón. Os dejo pues con un fragmento de un peliculón, Heat, en el que curiosamente, hablan de “personas globo”. Y dan también un poco de yuyu, aunque no hasta el punto de producirme una arcada existencial.
Comparten eso sí, su actitud hasta cierto punto autista, y muy condicionada desde luego, por la más que evidente parálisis o rigidez de sus extremidades.
O al menos no debe serlo visto desde el plano literario, porque por el contrario, me consta que la gente suele hablar mucho de sus experiencias en estos locales.
No es extraño pues, que, por ejemplo, un amigo te cuente lo muy atraído que se siente por esa chica de mallas ajustadas que siempre se pone a hacer bicicleta, mira tú que casualidad, dos o tres metros a su izquierda. Y que eso, y el disfrute visual que le proporcionan el resto de las socias apuntadas al curso de Pilates, es lo que le impele a no faltar un solo día a su cita con el, por otra parte, tedioso y extenuante sube y baja de las pesas.
Pero es como una disculpa ya demasiado gastada. ¿No?
¿Tanto le cuesta admitir que quiere quitarse los michelines antes de que llegue el verano?
Habitualmente cuando un hombre - no importa la edad - recurre al gimnasio para tratar de bajar de peso es porque está desesperado… Es, sencillamente, porque salir un par de días a hacer footing ya no le funciona, y asume que ha de marcarse un plan de actividades mucho más espartano.
¿Pero, realmente, puede uno pasar por la agonía del ejercicio y las dietas, y al mismo tiempo llevarlo con la cabeza alta? ¿Es esa la vía, o el camino correcto, para quienes aspiran a lograr su ansiado estado de bienestar personal, y resolver su conflicto de identidad?
Permítaseme que lo dude muy mucho.
Es más, cuando veo las máquinas que empleaba la Santa Inquisición para torturar a sus víctimas, lo primero en llamarme la atención es su indudable parecido, al menos en cuanto a la apariencia externa, con las que hoy en día se ven repartidas por los gimnasios del ancho mundo.
Puede que en el fondo el ser humano necesite de un porcentaje fijo al día, o a la semana, de sufrimiento físico para contrarrestar los padecimientos del alma. No lo sé. Aunque es una posible explicación.
Pero lo cierto es que me cuesta encontrar las razones que justifiquen el éxito de un tan manifiesto, así como voluntario, castigo al organismo. No puedo olvidar, de hecho, que el problema no se reduce únicamente a vivir el día a día permanentemente renqueando, arrastrando a todas partes el malhumor causado por la fatiga, las agujetas, las lesiones… Está también el tiempo que uno pierde y que podría dedicar a otros menesteres (más gratos al espíritu y a las propias carnes, hartas de encajar paliza tras paliza).
Pero, claro, luego vienen de golpe el colesterol, los triglicéridos, y todo ese batallón de enemigos invisibles, que combinados con los que sí lo son, las antiestéticas morcillas y flotadores alrededor de la cintura, se convierten en una pesadilla letal para la salud del propio corazón (ya sea de la glándula en cuanto que tal, como en su acepción más alegórica)
Además, derrotar a esta “armada invencible” no es cosa fácil. Y de ello da buena cuenta el mercado de productos milagrosos y el sinfín de artículos relacionados que ha florecido a su alrededor. Compendiar los millones de inventos chorras que se han comercializado con la excusa de conseguir ese propósito, el de adelgazar sin esfuerzo, o cuando menos con el menor esfuerzo posible, daría para varios tomos de la Encyclopædia Britannica.
Citaré no obstante el último y más osado: El balón intragástrico.
Naturalmente me abstendré de hacerle propaganda gratuita, pero desde luego, la posibilidad de conocer a alguien que lo llevase en sus tripas, es algo que cambiaría de un plumazo mi concepción de la vida, y que, en un sentido más amplio, afectaría a los cimientos morales de lo que es la propia consideración de la materia viva. Para empezar mi fe en el ser humano se desplomaría como un castillo de naipes.
Por otro lado, buscar la definición de la Vida en la Wikipedia, no ayuda mucho a la hora de resolver el dilema hueco que plantea este flatulento artilugio, destinado a saciarnos, de una vez y para siempre, de nuestras más primitivas pulsiones y veleidades opíparas.
Bromas aparte. Yo ante las proximidades veraniegas sigo optando por las mucho más reconfortantes comodidades de una butaca y mi reproductor de dvd’s.
Y como muestra, un botón. Os dejo pues con un fragmento de un peliculón, Heat, en el que curiosamente, hablan de “personas globo”. Y dan también un poco de yuyu, aunque no hasta el punto de producirme una arcada existencial.
Comparten eso sí, su actitud hasta cierto punto autista, y muy condicionada desde luego, por la más que evidente parálisis o rigidez de sus extremidades.