Ah, que gran invento las paparotas de fin de año y navidades.
Dicen los muy sabihondos, que esta costumbre de ponerse como el quico nada tiene que ver con lo nacional-católico, y que ya los Neandertales, en épocas de cuando los dinosaurios eran los que cortaban el bacalao (en su caso el ictiosario), aprovechaban la llegada del solsticio de invierno para celebrarlo por todo lo alto con pantagruélicas pitanzas y demás fornicios colaterales.
Todo destinado a rendir pleitesías al astro rey, y, al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, para darle al cuerpo una impagable tregua, agotado el pobre de tanto correr detrás (y delante) de las alimañas silvestres.
Luego, la sociedad, y las sucesivas generaciones, fueron refinando la retórica autocomplaciente, pero la idea central siempre se mantuvo. La última semana del año, que es la que hace mas frío, no se sale de casa, y se dedica uno exclusivamente a zampar. Por unos días el trabajo queda aparcado y el alma se regenera de pústulas y excrecencias, imperando los buenos deseos y sentimientos fraternales. Ya no hay que pelearse con el vecino de al lado por las migajas del sistema, puesto que las viandas abundan. De hecho, ya no se compite por ser el más pícaro, o el más acaparador, es la hora de la generosidad, y es haciendo gala de ella como se demuestra una hipotética superior valía al resto del personal.
Son sin embargo estas fiestas la gran pesadilla de las (y los, que también los hay) anoréxicas. Generalmente adolescentes, y ya no tan adolescentes, que de pronto en casa de sus padres, el hogar protector, se ven obligadas por la fuerza a procesar, en dos sentadas, el equivalente a su ingesta trimestral de alimentos. O sea, a contemplar, atadas de pies y manos, como esa talla 36 tan trabajosamente conquistada, se viene abajo cual castillo de naipes.
Crueles fiestas, sin duda.
Naturalmente, con el estómago lleno, uno es más propenso a sentir desprecio por todo afán o inquietud del intelecto. Se podría cortar la digestión en el intento.
Pero ello no quita para que las dos o tres neuronas disidentes, esas tres de siempre, sigan dándole a la zambomba con los mismos temas obsesivos de toda la vida: Que si el amor en los tiempos del cólera, que si la revolución de las masas, o que si del barco de Chanquete no nos moverán.
Tres neuronas que permanecen activas en las cabezas de todo quisque, y que curiosamente, aprovechan la reunión familiar en torno al pavo, la langosta, o el bichejo sacrificado de turno, para copar toda la atención mediática.
Las discusiones que se producen al arrullo de los postres suelen ser ellas también de un gran contenido calórico.
Nadie se priva de expresar su peculiar visión del universo. Visiones, en una gran parte de los casos, que no ven más allá de las ojeras de Belén Esteban.
Pero eso es la grandeza de acoger, aunque solo sea por unas pocas horas, bajo a un mismo techo a familiares cuyos destinos vitales han corrido una suerte dispar. Nada hay más reconfortante que contemplar como los contenciosos seculares, los peñones de Gibraltar, islas Perejil y demás, que en su versión microbiana, forman coágulos y causan las embolias en las relaciones entre portadores de una misma sangre, son inmunes al paso de los años.
Decía Maria Antonieta, “si no tienen pan, que coman pasteles”, mientras el hambre en las calles de Paris comenzaba a distraerse con el afilar de guillotinas.
Es el tiempo pues de los pasteles, de atiborrarse con golosinas, de engullir esas huevas de lumpo por cucharadas soperas, que no harán olvidar los churretosos sanjacobos, la merluza fósil, o el filete al borde de un ataque de nervios, omnipresentes en el menú del día del tugurio donde uno manduca habitualmente, pero que en teoría, siempre en teoría, te los harán más soportables.
Siempre serán mejores, en cualquier caso, que cualquiera de esas innovaciones de la Haute Cuisine, que para sorpresa y congoja de los comensales, aparecen una de cada cuatro navidades como plato estrella de la Nochevieja, convirtiendo a las doce uvas de rigor, con toda la triquiñuela que ello conlleva, en el único alimento sólido medianamente digerible, y por tanto pintiparado, en lo concerniente a las hechuras de nuestro traje de fin de año.
Porque no os olvidéis, somos lo que comemos.
Feliz año 2010.
P.D.: Ante la acumulación de comentarios no deseados en los últimos posts me he visto obligado a introducir el “palabro” como medida higienizante.
No se trata de ser más selectivo, pero, qué diablos, mis “habituales” ya sabéis que esta es vuestra casa, y seguramente os gusta tan poco como a mí esa chusma que se mete por todas las rendijas con sus anuncios de alargadores de prepucio, sanaciones zodiacales y similares.
Dicen los muy sabihondos, que esta costumbre de ponerse como el quico nada tiene que ver con lo nacional-católico, y que ya los Neandertales, en épocas de cuando los dinosaurios eran los que cortaban el bacalao (en su caso el ictiosario), aprovechaban la llegada del solsticio de invierno para celebrarlo por todo lo alto con pantagruélicas pitanzas y demás fornicios colaterales.
Todo destinado a rendir pleitesías al astro rey, y, al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, para darle al cuerpo una impagable tregua, agotado el pobre de tanto correr detrás (y delante) de las alimañas silvestres.
Luego, la sociedad, y las sucesivas generaciones, fueron refinando la retórica autocomplaciente, pero la idea central siempre se mantuvo. La última semana del año, que es la que hace mas frío, no se sale de casa, y se dedica uno exclusivamente a zampar. Por unos días el trabajo queda aparcado y el alma se regenera de pústulas y excrecencias, imperando los buenos deseos y sentimientos fraternales. Ya no hay que pelearse con el vecino de al lado por las migajas del sistema, puesto que las viandas abundan. De hecho, ya no se compite por ser el más pícaro, o el más acaparador, es la hora de la generosidad, y es haciendo gala de ella como se demuestra una hipotética superior valía al resto del personal.
Son sin embargo estas fiestas la gran pesadilla de las (y los, que también los hay) anoréxicas. Generalmente adolescentes, y ya no tan adolescentes, que de pronto en casa de sus padres, el hogar protector, se ven obligadas por la fuerza a procesar, en dos sentadas, el equivalente a su ingesta trimestral de alimentos. O sea, a contemplar, atadas de pies y manos, como esa talla 36 tan trabajosamente conquistada, se viene abajo cual castillo de naipes.
Crueles fiestas, sin duda.
Naturalmente, con el estómago lleno, uno es más propenso a sentir desprecio por todo afán o inquietud del intelecto. Se podría cortar la digestión en el intento.
Pero ello no quita para que las dos o tres neuronas disidentes, esas tres de siempre, sigan dándole a la zambomba con los mismos temas obsesivos de toda la vida: Que si el amor en los tiempos del cólera, que si la revolución de las masas, o que si del barco de Chanquete no nos moverán.
Tres neuronas que permanecen activas en las cabezas de todo quisque, y que curiosamente, aprovechan la reunión familiar en torno al pavo, la langosta, o el bichejo sacrificado de turno, para copar toda la atención mediática.
Las discusiones que se producen al arrullo de los postres suelen ser ellas también de un gran contenido calórico.
Nadie se priva de expresar su peculiar visión del universo. Visiones, en una gran parte de los casos, que no ven más allá de las ojeras de Belén Esteban.
Pero eso es la grandeza de acoger, aunque solo sea por unas pocas horas, bajo a un mismo techo a familiares cuyos destinos vitales han corrido una suerte dispar. Nada hay más reconfortante que contemplar como los contenciosos seculares, los peñones de Gibraltar, islas Perejil y demás, que en su versión microbiana, forman coágulos y causan las embolias en las relaciones entre portadores de una misma sangre, son inmunes al paso de los años.
Decía Maria Antonieta, “si no tienen pan, que coman pasteles”, mientras el hambre en las calles de Paris comenzaba a distraerse con el afilar de guillotinas.
Es el tiempo pues de los pasteles, de atiborrarse con golosinas, de engullir esas huevas de lumpo por cucharadas soperas, que no harán olvidar los churretosos sanjacobos, la merluza fósil, o el filete al borde de un ataque de nervios, omnipresentes en el menú del día del tugurio donde uno manduca habitualmente, pero que en teoría, siempre en teoría, te los harán más soportables.
Siempre serán mejores, en cualquier caso, que cualquiera de esas innovaciones de la Haute Cuisine, que para sorpresa y congoja de los comensales, aparecen una de cada cuatro navidades como plato estrella de la Nochevieja, convirtiendo a las doce uvas de rigor, con toda la triquiñuela que ello conlleva, en el único alimento sólido medianamente digerible, y por tanto pintiparado, en lo concerniente a las hechuras de nuestro traje de fin de año.
Porque no os olvidéis, somos lo que comemos.
Feliz año 2010.
P.D.: Ante la acumulación de comentarios no deseados en los últimos posts me he visto obligado a introducir el “palabro” como medida higienizante.
No se trata de ser más selectivo, pero, qué diablos, mis “habituales” ya sabéis que esta es vuestra casa, y seguramente os gusta tan poco como a mí esa chusma que se mete por todas las rendijas con sus anuncios de alargadores de prepucio, sanaciones zodiacales y similares.